La entrada en Jerusalén

La entrada en Jerusalén

PEDRO GIL ITURBIDES
Jesús llega al cumplimiento de su destino y se dirige a Jerusalén. Cerca de Betania pidió que le buscaran un burro. El procurar un jumento, en vez del tradicional camello o los briosos caballos de aquellas naciones, implicaba intención. De hecho, poco después recordará a los suyos que importante es el que sirve. “El más importante entre ustedes tiene que hacerse como el más joven, y el que manda tiene que hacerse como el que sirve”, les dirá.

Ahora, cuando han vuelto a Betfagé con el pollino, Jesús monta sobre el mismo y se encamina a Jerusalén. Va, pero no lo saben sus discípulos, en pos del sacrificio. El cumplimiento de esa tarea conforma arcanos inaccesibles a sus amigos. Tan recóndito es su sino, que este día lo envuelve la gloria. Los suyos, al bajar la cuesta del monte de los Olivos gritan loas a su nombre. Precedido de su fama, las gentes se arremolinan y lanzan ramas y flores a su paso. Se proclama la excelsitud del Hijo del Altísimo.

Mas Él no se envanece ante aquellos cánticos. Sabe que no se canta al enviado de Dios. Se aplauden las expectativas de un rey para Israel. Ante las puertas de la ciudad, por ello, unas lágrimas surcan su rostro habitualmente impertérrito. ¡Ay si supieras Jerusalén! ¡Vendrán para ti días malos, matarán a tus hijos, y no quedarán en tus muros, piedra sobre piedra, porque no supiste cuando vino Dios a visitarte!

De aquellas lágrimas no deviene el llanto. Es casi como callada reconvención, pues el único reproche lo dirige a los fariseos. Al contemplar éstos el homenaje que le rinden cuantos lo han seguido, y aquellos que conocen de sus milagros, le piden los silencie. ¡Si estos callan, las piedras gritarán!, les advierte. Y aunque acepta estas demostraciones de admiración y afecto no se gloría en ellas. Por eso derrama las lágrimas por Jerusalén, pues advierte el próximo destino.

Dios Todopoderoso que nos creó a su imagen y semejanza imprimió en nuestro seno el signo de la finitud. Por eso nos creó con sentido de voluntad. Por ella decidimos, elegimos, nos inclinamos a un asunto o a su contrario. Pero en esta poderosa expresión del alma residen también nuestras flaquezas. Este mismo pueblo que ahora entra a Jerusalén tirando ramas y flores al paso del jumento, gritará para apurar su muerte ante los estrados del sanedrín.

¡Cuán distinta fuere la vida si se entendiera que siempre nos hallamos a las puertas de Jerusalén! Porque entonces entenderíamos que la verdadera grandeza se esconde en la gracia del servicio al prójimo, y a los pueblos.

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