LA ESTÉTICA DEL GUSTO

LA ESTÉTICA DEL GUSTO<BR>

La estética de la época moderna puede distinguirse de toda suerte de tentativas anteriores en que ella habrá de definirse como una doctrina del gusto. En efecto, en la Grecia antigua y en la Edad Media se conocen, es cierto, principio del arte al igual que la tecnología de las artes lo mismo que reflexiones metafísicas acerca de lo bello. No obstante, a todo ello le falta aún una presuposición fundamental: la presuposición de un sujeto estético específico. En efecto, la mera reflexión en torno a lo bello no es capaz de dar lugar por sí misma a la estética en su sentido moderno. Para que esta pueda aparecer en la escena occidental, se precisa que la vivencia y el concepto de gusto, relacionado a un patrón o principios de belleza, la pueda constituir un sujeto del gusto, al sujeto estético propiamente dicho. Es importante destacar en lo anteriormente señalado que la reflexión en torno al “gusto” muestra desde sus inicios una significación que va más allá  del ámbito estético considerado en sentido estricto y en donde se entrelazan la sensación refinada del goce, como norma estética, y un estado de espíritu y la formación cultural y social del hombre en diversos aspectos —y no solamente el lógico y el científico.

Así, en el curso del siglo XVII la noción de gusto habrá de convertirse en un concepto central en la reflexión europea en torno a los problemas del arte sin, al mismo tiempo, perder sus connotaciones en el plano del conocimiento, y especialmente en el plano moral. En este sentido, Kant sitúa la experiencia estética en el Renacimiento, como un imperativo que norma el placer. En su libro “La crítica del juicio”, Kant procede a delimitar el sentimiento de lo bello y lo sublime como sentidos sensibles de estímulos ideales y de inclinaciones acuñadas por el entendimiento. En este libro, Kant se ocupa de temas que tienen que ver con la estética y que giran en torno al “sentimiento estético”. Este aparece considerado no como una facultad humana, sino, más bien, como un componente específico de la naturaleza humana que posee el mismo origen que los sentimientos virtuosos, es decir, el imperativo categórico, o el concepto de verdad  en  arte.

La lucha empeñada en la estética del siglo XVIII por la determinación y ordenación jerárquica de cada uno de los conceptos fundamentales refleja en cada una de sus fases este esfuerzo universal. Ya se trate de la lucha entre razón e imaginación, de la oposición entre genio y regla, de fundar lo bello sobre el sentimiento o sobre una determinada forma de conocer, en todas estas antítesis late el mismo problema fundamental. Parece como si la lógica y la estética, el conocimiento puro y la intuición artística, tuvieran que confrontarse uno con otro antes de que cualquiera de ellos pudiera encontrar su propio patrón interno y comprender su inherente sentido.

Es el proceso que comprobamos siempre en todos los esfuerzos, variados y divergentes, por fundamentar la estética en el siglo XVIII: constituye su centro latente y vivo. La meta a la que parecen orientarse los pensadores comprendidos en este movimiento no está bien determinada desde un principio, y no es posible destacar en seguida en la lucha de las diferentes direcciones una línea bien firme de la marcha del pensamiento, una orientación deliberada hacia un problema fundamental concebido con claridad.

El mismo planteamiento del problema se halla en constante fluencia y, según el punto de partida, según que predomine el interés psicológico, el lógico o el ético, tiene también lugar un constante cambio de significación de los conceptos y de las normas fundamentales a la que se trata de someter el arte en elaboración.

Ahora bien, en la determinación de un objeto bello, esta relación está ligada al sentimiento del placer, que es declarado a la vez, según Kant, “a través del juicio, válido para todos; en consecuencia, un agrado que acompañara a la representación no puede, contener el fundamento de determinación del juicio, como tampoco puede contenerlo la representación de la perfección del objeto o el concepto de bien”.

Esta idea de la belleza vinculada al placer coincide, en Schiller, con la conciencia de la imposibilidad de mantener despiertos —y hacer revivir— los cánones clásicos del arte; comprende el fin del modelo clásico y con él el fin de la función del arte en la realidad social, su subordinación a otras formas culturales, su marginalidad.

Schiller vive este estado de cosas como un auténtico luto. En su opinión es ahora la filosofía moderna, desde el Renacimiento, y con ello, la Ilustración, a partir del siglo XVIII, la que se desarrolla con  “La crítica del juicio” de Kant, la que puede volver a dar una dignidad al arte, asignándole un nuevo estatuto, para que, volviendo  a conducir la razón a lo estético “pueda desplegar toda la dignidad del arte”.

La estética schilleriana expresa esta conexión de la vida y la forma, nunca objetivable y siempre presente en el proceso; en la belleza la vida se convierte en forma y la forma en vida. El aspecto utópico de la función del arte no está en la función social que puede ser realizada por la función estética, sino en el ideal regulativo de la belleza, del que se tiene experiencia a través del arte. La educación estética es la tarea y la función del arte, y es posible por la autonomía estructural del arte mismo y por el valor de verdad que posee, lo que en Kant es el imperativo categórico, o ética del artista.

La modernidad ha desarrollado y teorizado la autonomía del arte hasta quitarle toda función y ver en cualquier posible función el mayor peligro de su autonomía formal. La consecuencia ha sido la progresiva pérdida del valor de verdad del arte, un valor de verdad confiado a otras formas de saber cuantitativo y objetivo que han marginado en lo efímero y decorativo el fenómeno artístico.

A primera vista, puede parecer que nuestros razonamientos difieren mucho de los demás, al igual que nuestros placeres: pero pese a lo que puedan diferir, hecho que creo más aparente que real, es probable que la norma en lo concerniente  a la razón y al gusto sea la misma en todas las criaturas humanas. De no haber algunos principios en lo relativo a nuestro juicio y sentimientos comunes a toda la humanidad, sería imposible aprehender su razón o sus pasiones lo suficiente para  mantener la ordinaria correspondencia con la vida. En efecto, parece que, por lo general, se admite que con respecto a la verdad o falsedad hay algo fijado. Cuando se discute, vemos a la gente apelando a ciertos criterios y pautas, que son válidas para todas las partes, y se suponen inherentes a la naturaleza común. Pero, no hay, la misma conformidad obvia acerca de ningún principio uniforme o establecido, relacionado con el gusto. Muy al contrario, de ordinario, se cree que esta facultad delicada y aérea, que parece demasiado volátil para resistir siquiera la cadena de una definición, no se puede poner a prueba debidamente bajo ningún criterio, ni medirse por ninguna norma.

La experiencia de la belleza es un tipo de conocimiento que el nihilismo de este siglo nos ha negado, y si hoy día parece tener un nuevo interés es porque está transformada por el estado de debilidad de los saberes que la han combatido, relegándola a un lugar decorativo, fatuo, excluyéndola de los procesos de formación social.

 

 

 

 

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