Ver a un presidente cumplir con los deberes para los cuales fue elegido es ajeno a la dominicanidad, raro. Por eso, cuando Danilo Medina intenta hacerlo resulta un acontecimiento, una fiesta nacional. Hemos enloquecido de felicidad celebrando el histórico segmento de su alocución del 27 de febrero pasado, y cerramos filas con el mandatario.
Un huerfanito adoptado, un náufrago que grita tierra, o un nómada sediento que encuentra el oasis, serían las únicas escenas equiparables a la euforia desencadenada por el excitante reclamo reivindicador de las palabras presidenciales. Desenterró el patriotismo, atizó el fogón anti-imperialista, alborotó el izquierdismo de los intelectuales, y reverdeció la esperanza. ¡Tamaña celebración que hemos tenido!
Un espectáculo de amor al terruño como no se veía desde las arengas pronunciadas en las tribunas de la Puerta del Conde en los heroicos años sesenta. ¡Canadienses, go home! Aunque los del home sean tan culpables como los de Canadá. Bien, pero ya ha pasado un mes, es tiempo de sosegarnos, de pensar con calma, no sea que todo resulte ser uno de esos bailes agobiantes llenos de estruendosos decibelios. Estemos atentos, desconfiados, rezando para que el manifiesto no devengue en otro aguaje politiquero. ¿Se convertirá lo inadmisible en admisible, o tendremos que admitir lo inadmisible? Esa es la pregunta que tenemos que hacernos. Hasta ahora, sólo se ven cosas que no entendemos y secretos elocuentes. Modificar un contrato que no ha sido impuesto por la fuerza, negociado dentro de las leyes de una nación democrática, y refrendado con entusiasmo por autoridades legítimas, es harto difícil. Entendámoslo, ese contrato leonino – bien vale el adjetivo – es legítimo (hasta que se quiera y pueda demostrarse lo contrario). ¿Hasta dónde puede y quiere pulsear el presidente Medina con la Barrick Gold?
Sus opciones son mínimas – todos lo sabemos – entonces, esa travesura contractual, concertada por empresarios de allá y bandidos de aquí, probablemente nos las tendremos que tragar con un tapón en la nariz.
Las mineras van por el mundo buscando riquezas del subsuelo, y condiciones ventajosas para extraerlas. Nunca han sido instituciones dedicadas a combatir la pobreza planetaria, sino empresas que procuran tantas ganancias como les permitan los dueños del mineral. Ni en la República Dominicana, ni en los pozos petroleros del Canadá, ni en las minas de diamantes de África, se puede comenzar una explotación sin autorización gubernamental. El presidente disparó sus cañones contra la Barrick – dejando indemnes a los intocables e inadmisibles funcionarios del pasado que fueron la contraparte dominicana del oneroso contrato – en un discurso incompleto, aderezado con pimienta demagógica. Es probable que al ceder la convulsión patriótica, la indignación presidencial se vuelva un grito limosnero en reclamo de un dinerito de misericordia.
Negándose la Barrick a cambiar el documento, el gobierno dubitativo, y los cómplices dominicanos disfrutando la tropelía, podría suceder que la proclama reivindicadora del Presidente Medina resulte ser un cometa que se apague en la noche de la política criolla.