La improvisación, el engancharnos a , la simplificación alienante del ejercicio de profesiones y oficios, incluida la cinematografía, es un hoyo negro por el que pueden perecer individuos e instituciones.
Siempre me he preguntado dónde y cómo se han formado nuestros directores de cine, dado el caso, si mis informaciones son correctas, que apenas dos o tres parecen haberse diplomado, que otros tomaron cursos breves y que el resto son autodidactas.
Quizás por falta de academia y de tradición, los resultados de nuestra emergente industria del cinema no son de buena calidad; si bien se salvan unas pocas producciones, encabezadas por Pasaje de Ida, de Agliberto Meléndez.
Genios del oficio, como Orson Wells (a los ocho años tocaba muy bien el piano, actuaba como mago en su escuela y descollaba en la pintura), pasaron mucho tiempo de frente y detrás de las cámaras antes de intentar ofrecernos una película que pudiera encarar a los críticos. Los genios, como las trufas, son escasos; lo que abundan son hombres y mujeres de talento que estudian y trabajan incesantemente para darnos el deleite del séptimo arte. El buen artesano sabe que la improvisación es despiadada.
Trópico de Sangre, película que nace de un noble e impostergable proyecto, gestado, producido y escrito por el periodista Juan Delancer, quien tiene a su haber un par de documentales y algo de entrenamiento formal como cineasta, desencanta. Debemos lamentarlo; éste pudo haber sido el testimonio universal, no sólo de las heroínas de Salcedo, sino de la epopeya de una generación de valores, ideología y martirio.
En un santiamén, su creador, sin experiencia en largometrajes, arriesga su diseño asumiendo la dirección de la cinta. La decisión debilita el rodaje antes de comenzar. Sin darse cuenta, cae en la trampa del repentizar.
En el filme, auspiciado por el Ministerio de Cultura, Doña Dedé Mirabal y las niñas del colegio inician intachables y dignamente la función llenándonos de buenos auspicios.
A partir de ese momento sólo satisfacen unos pocos actores -los que representan a los padres de las Mirabal, César Olmos, que pudo haber sido escogido para caracterizar al dictador- y no muchos más. Los protagonistas pecan de una inexplicable sobreactuación. Sin embargo, Évora demuestra sus tablas.
El dictador resulta caricaturesco, de dicción campesina, de voz en exceso aflautada y embadurnado de maquillaje. Da más risa que miedo. Michelle Rodríguez, más acertada, caracteriza a una joven bonita e inteligente, pero sin hacernos sentir la trascendencia histórica de Minerva; por momentos la vemos como la estrella de uno de esos thrillers complacientes que tanto gustan.
Al asumir la dirección de las cámaras, de los actores y de la edición no basta la buena fe, el talento, la inteligencia ni las mejores intenciones para obtener una obra de calidad.
Eso de creer que podemos porque sí, careciendo de la adecuada formación en la disciplina, es un hábito muy nuestro que debemos erradicar si queremos cruzar el pórtico de la excelencia y lograr una auténtica profesionalidad.