La fascinación Vermeer

La fascinación Vermeer

Fue una fecha inolvidable. Horas antes, el pueblo de París se había reunido en la explanada del Louvre, delante de la pirámide, para festejar la elección de Emmanuel Macron.

Con sentido de la historia y del compromiso cultural, el flamante nuevo presidente de la República había escogido, para proclamar su triunfo, una plaza símbolo e imagen de Francia, de su pasado y su presente.
Una multitud emocionada de jóvenes vitoreaba a quien perfila la esperanza y el porvenir, juntos y en marcha…
Sin duda alguna, una celebración de esa magnitud bien le correspondía al secular monumento y primer museo del mundo, que ha recobrado su asistencia incontable de visitantes después de un frustrado intento de agresión.
Y el museo, como si fuera una coincidencia feliz, ofrece una exposición estelar, de las que nunca se vuelvan a presentar, pero pronto finaliza: “Vermeer y los maestros de la pintura de género” (“Vermeer et les maîtres de la peinture de genre”). Más de un millón de personas se han deleitado con una muestra excepcional…
Una revelación. Este acontecimiento artístico no solamente presenta cuadros maravillosos de Vermeer, genio de la pintura holandesa del siglo XVII, sino que quiere situarlo de un modo distinto en la historia del arte, demostrando que no hubo el confinamiento que siempre se le atribuyó.
Hay una especie de incógnita Vermeer a quien llamaron “el esfinge de Delft” por su lugar de nacimiento y muerte, por el misterio, no totalmente despejado, que rodea su corta vida: Johannes Vermeer nació en 1632 y falleció en 1675. Todavía no se sabe cuántas obras maestras –todas sus pinturas lo son– ha dejado, ¿un máximo de cincuenta?, que algunos reducen a treinta y cuatro… Murió en la extrema pobreza, su valiente mujer quedó a cargo de ocho hijos, y lo olvidaron totalmente durante dos siglos.
Fue en 1866, cuando un francés, crítico de arte y exiliado político, Téophile Thoré, lo redescubrió y publicó “la” revelación.
Consideran que fue el “segundo nacimiento de Vermeer”. Desde entonces las investigaciones y la pasión por su obra no han dejado de crecer, siendo sus cuadros atesorados por museos de Europa y Estados Unidos. Reunir parte de ese patrimonio universal solamente estaba al alcance del museo del Louvre.

La exposición. Aunque se suele referir solamente a la “exposición Vermeer”, la exposición en el Louvre ha presentado mucho más –en el sentido cuantitativo– y en el mismo concepto de la muestra.
En primer lugar, se define aquí la “pintura de género”, o sea, la representación de la vida cotidiana, el ambiente doméstico y las costumbres, en un medio de burguesía acaudalada, que correspondía a cierta sociedad holandesa comerciante, a sus gustos, a sus adquisiciones. Y esta cotidianidad, placentera, sutil, tranquila, determina los temas de la creación pictórica y el montaje ricamente sencillo de las obras –con una iluminación óptima–.
Luego, se (com)prueba cómo la actividad pictórica y las relaciones de Vermeer se desenvolvían con los artistas holandeses de la época, amigos y rivales, intercomunicados e influenciándose recíprocamente.
Estos pintores son casi todos un descubrimiento, sorprendiendo por su refinamiento técnico, por su sentido de la observación, por su poesía y humor repentino.
Citemos a Gabriel Metsu, Gerard ter Borch, Gerard Dou, Pieter de Hooch y Frans von Mieris, que dieron lugar a estudios comparados.
Ciertamente, hay una desmitificación de la enigma Vermeer, pero se impone su categoría y genialidad: sobresalen sus pinturas, aun cuando figuran al lado de cuadros excelentes de los “colegas”, y que los sujetos son los mismos.

La fascinación Vermeer. Una gran parte de las obras emblemáticas está en la exposición, así “La lechera”, “La tejedora” (La dentellière), “La laudista”, “La carta”, “El geógrafo”, “El astrónomo”, “La alegoría de la fe católica”, para citar algunas.
El tratamiento de la figura humana es inconfundible, suave, acariciante, riguroso al mismo tiempo. Son criaturas reales, pero idílicas y de sueño. La pincelada toca, difumina, purifica; la perfección estética natural y el cromatismo emocionan. ¡Cuánta ternura y delicadeza se transmite!
La luz, tantas veces analizada en Vermeer, se repite en su exquisitez y difiere para cada pintura, siendo los elementos portadores de su propia iluminación.
Esta visión, multiplicada y facetada, varía según el momento del día, con refracciones y reflejos, con una escala de claridades y sombras, a menudo partiendo de la ventana lateral izquierda, siendo diferente la luz según esté cerrada o abierta. Las calificaríamos, más allá de las proezas, de sortilegios…
La construcción y la composición son también únicos en su definición armoniosa. Aquí, la representación del espacio se resuelve con el juego de los colores y la magistral disposición de los planos.
Notamos que la geometría, subyacente y sugerida, es importante, diseñando las líneas directrices del conjunto, distinta nuevamente a cada obra.
Otra fascinación surge del tratamiento de los objetos, sus formas y volúmenes, sus detalles y frecuente ornamentación.
Ese rigor sensible se manifiesta tanto en un pedazo de pan o un “hilo” de leche como en los instrumentos musicales o el mapamundi del astrónomo.
Debemos mencionar las telas y sus drapeados, las cortinas y tapices –frutos de un entorno familiar–. Generalmente son representaciones directas, pero nos pueden sobrecoger metafóricamente, como la serpiente sangrienta, la manzana o la crucifixión, en un escenario alusivo a la fe.
En Vermeer hay sublimación e infinito. Definitivamente, él permanecerá solo en las memorias del arte: su obra ha alcanzado el absoluto en la pintura.

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