Dios destruyó a Sodoma y Gomorra por el pecado de homosexualidad. Pero, de igual modo, por tornarse rebeldes contra Moisés, el juicio divino mató a 14 mil judíos en el desierto (Números 16:49). Y a Nadad y Abiu por encender fuego extraño (Levitico 10).
Esto indica, de modo claro y preciso, que para el Señor no hay diferencia entre un pecado y otro. Todo lo que está en contra de su Palabra, él lo condena. Sea lo que sea.
La exigencia de Dios es que el hombre debe ser enteramente íntegro.
Ningún humano está en capacidad de hacer una lista de pecados. Sería demasiado larga, y de seguro que muchos se nos escaparían. Imagínese, Jesús dijo que los pecados se cometen hasta con el pensamiento (Mateo 5:28).
Si a mí como humano me dieran la facultad para establecer rango en las faltas de los hombres, pues yo, por lo pronto, condenaría más la corrupción, la mentira, el odio, el engaño, la falsedad, el enriquecimiento ilícito, la ambición y la avaricia. Y de eso padece mucha gente dondequiera.
Cuando los líderes religiosos llevaron a Jesús la mujer adúltera, él le devolvió el poder de condenarla. Sólo que con una condición: que ellos estuvieran limpios.
No se atrevieron a hacer nada. La conciencia les hizo ver todas sus faltas.
La iglesia no está para condenar. Su misión es presentar el evangelio transformador. Tal como lo hizo Jesús, quien cambió el corazón de Zaqueo, de la mujer prostituta, del centurión romano, de Saulo y otros muchos pecadores malvados.
Era tanto su acercamiento con estas gentes que lo consideraron condescendiente con los pecadores.
El verdadero justo está tan ocupado con su viga, que no tiene tiempo para ver pajas ajenas.