La felicidad como meta de la acción económica

La felicidad como meta de la acción económica

JOSÉ LUIS ALEMÁN SJ
A los economistas se nos achaca con razón el buscar una respuesta económica a preguntas de importancia humana vital: meta de la vida, criterios de aceptación de políticas públicas,  determinantes de la elección por votación de personas  para cargos públicos, etc.

     Jevons, un notable economista inglés aceptó como presupuesto que no necesita ser probado que la principal motivación de  la conducta humana era el aumento del ingreso. Esta afirmación, hecha en 1871, sigue repitiéndose explícita y sobre todo implícitamente por buena parte de la profesión. Sin duda Jevons supone una economía desarrollada financiera y tecnológicamente, porque en economías de subsistencia con intercambio de regalos como la taína de tiempos del Gran Almirante, nadie buscaba  aumentos de un ingreso no existente.

      Damos, pues, por descontado que la motivación de la conducta humana depende mucho de factores históricos. Somos conscientes también de que la motivación de conductas económicas no es necesariamente equivalente a la de la motivación de la conducta humana, como suele afirmarse precipitadamente.

     Una respuesta generalmente válida a la pregunta  sobre el principal motivo de la conducta humana, tiene que formularse a nivel de satisfacción para el ser humano de todos los tiempos. Para la conducta humana en general y no sólo la económica una hipótesis aceptable, muy  común,  hasta para San Agustín, sería la prioridad de la búsqueda de la felicidad. 

1. La felicidad

Nada fácil resulta el estudio empírico de los constitutivos de la Felicidad, y mucho menos de lo que la determina. Es posible hacerlo, sin embargo, más o menos satisfactoriamente, aunque sea sin cuestionar la posibilidad de que raíces y constitutivos de la misma sean inasequibles a la observación.

2.1 Empíricamente la felicidad se muestra de dos maneras: por gestos y por respuestas a preguntas sobre el nivel de satisfacción. Existe una amplia experiencia estadística de que podemos reconocer y predecir el grado de alegría, tristeza, celos… de otros, vistos en cuadros  o videos. La apreciación de los estados emocionales de otras personas concuerda notablemente con lo que éstas juzgan de sí mismas. El camino desde las vivencias internas a su manifestación sensible es tortuoso y las mismas manifestaciones del nivel de satisfacción o preocupación, tanto en los demás como  en nosotros, puede variar en culturas diversas.

       Empíricamente entendemos por felicidad la satisfacción manifestada por los métodos antes señalados. Demás está decir que también se pueden medir grados de satisfacción  que vayan de muy grande a gran insatisfacción, al menos en el sentido de que podemos ordenar o preferir unos estados emocionales  a otros sin tener que usar «utilitones», cantidad de utilidad unida a cada nivel de aquella.

       Quienes no dediquen tiempo a investigaciones me dirán que es esta una muy triste manera de medir la felicidad y que es preferible prescindir de estos arabescos. Acepto, pero caigan en la cuenta de que prácticamente todos los seres humanos coincidimos en que decimos y sentimos que algunos estados anímicos propios son mejores o peores que  otros. O sea sabemos

si nos satisfacen más o menos. La objeción es válida en cuanto identificamos algo tan etéreo como  felicidad con satisfacción. Pero si aceptamos que, a falta de pan casabe, o a la inversa, a falta de casabe pan, seremos menos exigentes.

1.2 ¿De qué factores dependen nuestros niveles de felicidad o de satisfacción? Dicen Ferrer-i-Carbonel y Fritjers, en un artículo publicado por The Economic Journal de julio, que los  últimos estudios estadísticos se han centrado en cinco probables determinantes relativamente fijos para un tiempo corto: los ingresos ganados, la edad, la salud, el estado civil y la condición de paternidad o maternidad.

             El determinante principal que nos salta a la mente a los economistas y a los que no lo son probablemente, es el ingreso o la riqueza acumulada. Estamos acostumbrados, aunque sea por presión externa, a considerarlos como condición necesaria de la satisfacción. El estar casado y el tener hijos podrían ocurrírsenos como otros determinantes de la felicidad, en el sentido de que la condición de casado es preferible a la de soltero y la de paternidad a la carencia de descendencia. Tal vez en último termino figurarían la edad (¿preferiblemente la juventud a la madurez?) y la salud.

          Curiosamente no figura entre los determinantes allí estudiados lo que Amartya Sen llamaría la capacidad de expresarse y ser estimado social y personalmente, debida  a los estudios aprobados.

2. Importancia de cada uno de estos determinantes de felicidad

Empíricamente, el orden de  importancia real de esos

hipotéticos determinantes se mide por el grado en que cada uno de ellos se encuentra unido a cada nivel de satisfacción. Diríamos, por ejemplo,  a mayor o menor ingreso mayor o menor nivel de felicidad, o sea de satisfacción de la vida.

         Para sorpresa mía y de muchos investigadores, a mayores niveles de ingreso menores de satisfacción. A más altos niveles de edad, menores de satisfacción. No es demostrable el efecto del número de hijos sobre niveles de felicidad. En cambio, el estado de salud y el civil (soltero, unido, viudo,  casado…) se mueve en el mismo sentido que el de satisfacción. La correlación positiva entre estados de salud y de felicidad resulta particularmente alto, aunque el de salud se mida de diversas maneras.

        Sin duda, el estudio empírico de los determinantes no ha considerado todavía el impacto sobre la felicidad de niveles de paz interior, de religiosidad, de orgullo patrio, etc. tan mensurables  por indicadores como los estudiados. No juremos, por lo tanto, con demasiada fe en haber encontrado las causas de la felicidad, aunque al menos tenemos indicios del impacto de las estudiadas, siempre suponiendo constantes otras no incluidas que se resumen en el «resto no considerado».

     A pesar de esta severísima limitante, para los economistas el resultado inesperado antes de la prueba de discordancia entre niveles de ingreso y de felicidad puede compararse con una ducha de  agua casi congelada en invierno. ¿Será posible que el incremento del ingreso, casi siempre considerado como objetivo de la actividad económica, sea tan irrelevante para los agentes económicos, sobre todo consumidores? ¿Será posible que  dediquemos tanto esfuerzo a conseguir un ingreso más elevado, si una vez que lo vamos alcanzando tiene importancia negativa para la satisfacción?

     La sorpresa se agiganta cuando traducimos las conclusiones estadísticas al brutal incremento porcentual de ingreso necesario para pasar de cierto grado de satisfacción a otro mayor, digamos de satisfacción grado 7 a uno de grado 8. El aumento porcentual de ingreso sería, según  el estudio citado (p. 656), y en ausencia de un error tipográfico, ¡80,000! (ochenta mil). 

      Estos resultados de la correlación entre ingreso y felicidad son más tragables cuando recordamos que los economistas, a diferencia de los psicólogos, no aceptamos que el grado de aumento del ingreso para subir de grado de satisfacción sea el mismo para todos los grados, sino apreciablemente menor a medida que ascendemos en una escala de satisfacción.  Este método de análisis que llamamos «marginal» explica por qué es bien posible que al lograr cierto grado de satisfacción deje de ser atractivo subir a otro mayor. Un ejemplo para ilustrarlo: a medida que un país tiene una buena infraestructura vial, es menos interesante mantener en ella el mismo nivel o mayor de inversión  pública. Buscamos objetivos que logrados dejan de serlo. Satisfecho un nivel aceptable de ingreso para una persona, apuntan sus intenciones a la búsqueda de otras aspiraciones, como las de tipo cultural, social  o religioso.

3.Reflexiones.

No he tratado de esbozar una visión dinámica razonable de planificación social humana, pero confieso que me impresiona una contradicción palpable, prescindiendo de su magnitud, entre el ideal de vida que pregona la cultura de nuestras clases medias y de los trepadores de las bajas, por una parte,   y su capacidad de brindarnos satisfacción, por otra parte. Por lo menos, a cierto nivel de riqueza debería esa cultura fijarse metas más humanas que el imprescindible logro de una poco gratificante riqueza adicional.

     Tampoco podemos excluir que en la subcultura de la pobreza la felicidad la ponga Jesús en la carencia forzada de bienes, en el sufrimiento, en el desprecio, en la pasividad tolerante y falta de agresividad, en los pacificadores carentes de espíritu de  cruzados,  en los exiliados o perseguidos políticamente, en quienes proceden, no de acuerdo a reglas establecidas o a normas de etiqueta social, sino a la inconfundible voz del corazón. Para ellos, los miserables de Víctor Hugo, que mantienen viva una llamada de Dios que da sentido a una vida de clara exclusión social, nada más reconfortante que un maestro los llame dichosos. Por lo menos, supongo que este será el caso de buena parte de tres billones de seres humanos en África, en el Sur de Asia, y en la mayor parte de América Latina. Sean ellos cristianos o islamitas, hindúes o budistas.

      Espero que el día de «mañana», cuando esos pueblos comiencen a satisfacer sus auténticas necesidades, no caigan en la penosa situación de ser ricos e infelices, sino que digan con el bien conocido surafricano Arzobispo Tutu: «Sean amables con los blancos; ellos los necesitan para redescubrir su humanidad».

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