La fiebruda telefónica

La fiebruda telefónica

En  la década del setenta mi amigo se quejaba de su hija única, debido a que dedicaba largas horas a conversaciones telefónicas.

Y como no se había creado la doble línea, el padre hacía rabietas frecuentes porque se le dificultaba comunicarse por esa vía con su familia.

– Esa muchacha no suelta ese aparato ni cuando está en el baño, aseándose, o satisfaciendo una necesidad fisiológica.

Dijo que la madre era demasiado consentidora, y no imponía su autoridad para que la hija disminuyera el uso del teléfono.

– Mucha gente cree que los divorcios se generan mayormente por cosas graves, pero esa tontería me va a llevar a romper mi matrimonio de veinte años- aseguró en una ocasión, para luego expresar que las malas sangres que hacía podrían llevarlo a sufrir un infarto del miocardio, o un accidente cerebro vascular.

-No te imaginas lo que lamento que fuera ese espermatozoide el que ganara la carrera hacia el útero de mi mujer, y que ella se encontrara en los días fértiles, para que esa telefonófila naciera.

Una noche me visitó para manifestarme que la hija había limitado sus diálogos telefónicos casi exclusivamente a un interlocutor cuarentón, divorciado, y quien parecía decidido a pedirla en matrimonio si ella accedía a darle amores.

-Con tal de tener libertad para usar esa vía de comunicación le consiento las relaciones sentimentales hasta con un hombre borracho y mujeriego; del pretendiente solamente me ha dicho que tiene buen carácter, y  que está loco por ella, pero que duda que lo pueda amar, por la diferencia de edades. Me extraña que no haya querido decirme nombre ni apellidos de su admirador- manifestó, con la expresión en el rostro de quien está a punto de liberarse de  un problema.

Un día me llamó por teléfono para informarme que la joven, por cierto de indudable atractivo físico, se casaba dentro de quince días con su ardiente galán,  sin pasar por la etapa de los amores consentidos.

-La vida te da sorpresas, porque tuve deseos hasta de meterle un par de bofetadas por su adicción con el jodío artefacto ideado por Graham Bell, pero ahora no descarto la posibilidad de colocar una fotografía gigante de ese gran inventor en la sala de casa, porque mi futuro yerno posee la santa virtud de ser millonario.

Pocas veces he escuchado una carcajada más estruendosa que la que lanzó. 

Publicaciones Relacionadas

Más leídas