La Fiesta del Fin del Mundo

La Fiesta del Fin del Mundo

Pudo comenzar martes o jueves. El rumor corrió por celulares, internet, boca-oreja, pero nadie lo comentó siquiera en intimidad, tampoco los más desaforados programeros. La agitación fue creciendo, el tráfico se entaponaba desde las madrugadas, y el viernes los  AMET desaparecieron de escena. Era una masa densa e inmóvil.

Bajaban de los autos, abrían sillas y carpas.

El sábado las colas hacia los centros comerciales eran infinitas, los que ya habían comprado empezaron a revender a los de atrás y estos a su vez hacían igual, cada uno obteniendo ganancia. Los vecinos vendían yaniqueques y pastelitos; ron, cerveza y refrescos.

Habitaciones por hora, los sanitarios sólo a damas y niño, cobrando una tarifa; los hombres licuaban detrás del poste; lo sólido, en los basurales.

El bullicio, la excitación y el calor crecían, todos hablaban  unísonos por codos y celulares. Llegaba más gente en motoconcho y a pie. Si la noticia era cierta, había que comprar de todo cuanto antes. No se pudo precisar qué agencia la dio, ni el científico o astrólogo que hizo el vaticinio: ¡El mundo se acabará el 31! Todos lo creyeron de inmediato, porque “este desorden social y moral no podía continuar, el planeta estaba extenuado o Dios enviaba el justo castigo” -pensaban-. Lo mejor sería, entonces, morir comiendo y bebiendo para que el aturdimiento aminore el trauma. Y las ofertas  comerciales: 5 litros, 3 pavos, 2 vestidos, 2 pantallas gigantes…¡por el precio de uno! No querían morir sin disfrutar todo eso, la ansiedad de no alcanzar a los especiales, casi los mataba con antelación.

Había que hacer todo lo que aún no se había hecho, morir jarto y borracho acompañado de las personas más anheladas, para muchos sus amantes y concubinas, para otros sus familiares. Tenían problema yernos y nueras, con acudir a casa de sus padres o de sus suegros.

Llegó, por fin, el fin. Se abrazaron atolondrados de ruido, excitación, drogas y alcohol, bajo el bullicio y el fulgor de los fuegos artificiales de media noche. Lloraban y reían esperando el momento culminante… Siguieron fiesta hasta la madrugada y el nuevo año. Primero aliviados por continuar vivos todavía, pero les seguía el susto de no saber aún qué hacer con sus vidas. También la resaca, las deudas y los resquemores por tanta iniquidad y complicidad encubierta con el mundo y los que gobiernan. Persistía, además, el temor de que el próximo año sí pudiese ser el último, o cualquier día la muerte individual, sin todavía haber entendido de qué se trata todo esto, sin proponerse siquiera ser mañana mejores personas.

Fuera del bullicio, en los hogares donde reinaba Jesucristo, en cambio, había mucha paz.

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