La Filantropía como tributación directa

La Filantropía como tributación directa

POR EDUARDO SANZ LOVATÓN
El cobro y la posterior administración de los impuestos siempre ha sido considerado una de las prerrogativas esenciales de los gobernantes. Aterrizando en el caso dominicano y admitiendo nuestra confesa simpatía social demócrata entendemos que el debate dominicano debe graduarse de uno puramente académico a uno de realidades sociales y morales concretas.

Nuestro grado de corrupción combinado con un sistema judicial de una joven e incierta independencia conspira contra un ambiente transparente en la ejecución de los programas financiados con fondos públicos. Si a esto le agregamos una cultura de la evasión arraigada en nuestro empresariado, debemos concluir que cualquier reforma fiscal que no ataque estos problemas no contribuirá a mejorar nuestros problemas a largo plazo. Es importante que no solo legislemos para resolver los problemas urgentes sino que debemos aprovechar este clima de crisis para legislar de una manera novedosa que permita incentivar una variación cultural en nuestros agentes económicos.

La mayoría de los actores económicos reconocen la necesidad de algún tipo de redistribución de los recursos que generamos. En su mayoría quienes se niegan a pagar impuestos no lo hacen por una oposición ideológica a los objetivos que con ese dinero se pretenden ejecutar. Lo hacen porque consideran que los frutos de su trabajo son mal administrados. Por otro lado los políticos argumentan que desean recaudar dinero para promover la igualdad de oportunidades.

Las posturas teóricas de nuestra clase política y por tanto administradora no se contradicen con los de nuestra clase empresarial. Las diferencias surgen en la práctica tanto en un sector como en el otro, la primera mal administra y la segunda evade sus responsabilidades. Frente a esta realidad nos atrevemos a proponer la filantropía como tributación directa. Las riquezas Bien Habidas con el motor de una sociedad y la fuente de esperanzas, por lo que estas deben ser estimuladas. Debemos establecer en nuestras leyes la máxima cristiana de que la opulencia debe justificarse a través de la filantropía o de la caridad. Nuestros grupos económicos deben entender esta como la mejor de las inversiones. Deben entenderla como una inversión en seguridad y como una inversión en la ampliación del mercado relevante. En fin deben entenderla como una forma de prevenir las revanchas sociales que minan los fundamentos del sistema que los ha privilegiado.

Esa filantropía o inversión en seguridad debe ser estimulada y orientada por el Estado. Lo primero que debemos hacer es permitir que las personas físicas y morales debiten de sus cargas impositivas actuales cualquier inversión social que ellos mismos promueven. Por ejemplo el gobierno pudiera publicar sus necesidades en materia educativa y dejar que los sectores privados compitan para financiar esos proyectos. Las autoridades ejecutarán esos proyectos con la supervisión directa de quienes estarán supliendo el dinero. La contraloría general de la república tendrá que dinamizarse, pues deberemos asignarle el papel de supervisar los desembolsos privados y la ejecución pública. Con acciones parecidas a la anterior reduciríamos la burocracia estatal sin eliminar el rol interventor que una economía llena de desigualdades amerita. De la misma forma podríamos darle más libertad al contribuyente para influir en que se invierte su dinero, convirtiéndose esto también en un mecanismo publicitario para la imagen de esas empresas. Sustituiríamos esas placas de: «Construido en el gobierno tal» por «patrocinado por la empresa tal…».

Proponemos que se produzca una sociedad tangible entre los privado y lo público. Que se reduzcan al mínimo los impuestos pagaderos a la administración central y que con estos solo se financie una burocracia estatal pequeña, entrenada, eficiente y con dientes. Todo este esquema presupone la tecnificación de nuestro servicio público, el cual es un tema espinoso, pero impostergable. Si vamos a permitir que los actores privados intervengan directamente para ejecutar los proyectos trazados por esa administración pública, el proceso de planificación de esa administración cobra aun mayor importancia. Debemos asumir desde nuestros partidos políticos el objetivo de menguar el clientelismo político. Mientras subsista la promoción del poder como botín, ninguna reforma fiscal bastará para saciar el ánimo de esos administradores.

Reconocemos los retos y dificultades de esa propuesta. Sin embargo lanzamos esta idea como un aporte para la reflexión por parte de nuestras clases políticas y empresariales, las cuales deberían acoger el sabio consejo de uno de los personajes de la novela clásica italiana «El Gatopardo» cuando decía hay que cambiar para seguir igual. De lo contrario nuestra sociedad empujada por el peso de nuestras desigualdades e injusticias se deslizará por una pendiente impredecible en la que perderemos todos.

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