La Conferencia del Episcopado Dominicano, en su tradicional carta pastoral, nos recordó el martes pasado que “una convivencia socialmente sana, impregnada por la fraternidad, se manifiesta en el modo justo y solidario en que se trata a las personas migrantes”.
Por ello, señaló que “se debe estar atento para no cultivar un sentimiento nacional exacerbado, que acabe por excluir al extranjero o al diferente, mucho menos en nombre de la fe cristiana”.
Los obispos, además, recuerdan que el papa Francisco ha afirmado que “no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si ‘todavía no son útiles’ -como los no nacidos-, o si ‘ya no sirven’ – como los ancianos”.
Sostienen que “es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos”.
Leyendo las palabras de los obispos me asaltó una duda: ¿por qué les cuesta tanto ponerse en el lugar de una mujer cuando sufre, cuando le han robado la dignidad o cuando su vida está en peligro? ¿Por qué les importa más una vida que “todavía no es útil” que la que le está gestando? ¿Dónde queda la capacidad de amar, respetar y amparar a esas mujeres? ¿Es que por ser “diferentes” y elegir lo mejor para ellas se le debe y castigar?
Ojalá que algún día la Iglesia aprendiera a ver a las mujeres como algo más que esa incubadora que nunca debe fallar… aunque le cueste la vida.