La frontera: ¿castigo o premio?

La frontera: ¿castigo o premio?

M. DARÍO CONTRERAS
Durante la mayor parte del pasado siglo XX, especialmente durante la Era de Trujillo, nuestra frontera con Haití se trató como un fuero militar, debido a nuestra conflictiva relación con el vecino país, azuzada en gran parte por los regímenes dictatoriales que gobernaban en ambas naciones.

A pesar de que las relaciones fronterizas han tomado un nuevo giro hacia un incremento del comercio   que algunos estiman que mensualmente se movilizan unos 25 millones de dólares en la comercialización transfronteriza   todavía persiste la idea de que la frontera es un sitio alejado del paraíso tropical, adonde se envían a los desafectos para expiar sus yerros y a los militares como una especie de purgatorio y/o también como una prueba de su reciedumbre bélica al estar cerca del «enemigo».

Las noticias que provienen de la zona fronteriza nos recuerdan que, quizás más que un averno terrenal, nuestra frontera es un lugar en el que se pueden hacer buenos «negocios», a tal punto que nos atrevemos a afirmar que hay quienes pagan para que los envíen a ocupar un puesto en esa zona del país. Muchas de las fortunas que exhiben hoy ex militares y ex funcionarios del Estado se comenzaron a amasar en la frontera, y ahí se desarrollaron habilidades que luego serían muy útiles en los centros urbanos retirados de esa demarcación limítrofe del país, la que muchos consideran inhóspita y alejada de la civilización. Después de todo, si creemos que trabajar o vivir en la frontera es un sacrificio, pues por lo menos tratemos de sacarle algún provecho al destierro temporal que significa sobrevivir en este «purgatorio terrenal», que nos recuerda a la Siberia rusa de los tiempos de Stalin.

Es quizás esta visión distorsionada de la frontera la que ha impedido el establecer una política migratoria y comercial sensata que convierta el trasiego ilegal fronterizo, de bienes y personas, en una actividad institucionalizada y transparente. Desde luego, existe un gran número de personas que se benefician de la ilegalidad e informalidad del comercio y el tránsito de personas con la vecina nación haitiana. El colocar estas actividades en un pie de controles efectivos, en manos de autoridades civiles, choca con la visión de que nuestra seguridad nacional está en juego en la frontera con Haití. Si bien es verdad que tenemos un serio problema con la corriente migratoria haitiana hacia nuestro país, no es menos cierto que dependemos de la mano de obra haitiana para muchas labores que, por una razón u otra, no encontramos sustitutos dominicanos para desempeñarlas. Y esta situación no es verdad que sea el producto de que explotamos a nuestros vecinos pagándoles sueldos de miseria y abusando de sus derechos humanos. Este es un problema con fuertes raíces en la disparidad económica que existe entre ellos y nosotros y es, en menor medida, de índole política por la ingobernabilidad que ha padecido Haití en toda su historia, con sus excepciones cuando presidía un hombre de mano dura, como la era de los Duvalier.

Es hora de que nuestros políticos tomen la sartén por el mango y nos dispongamos a tratar seriamente el asunto haitiano, no para ceder nuestra soberanía y derecho a controlar nuestro territorio, sino para establecer una política de largo alcance que concite a las distintas fuerzas políticas, y a la nación dominicana, a caminar por un sendero realista que nos permita convivir y cooperar con nuestros vecinos, mientras regulamos y aumentamos nuestro intercambio comercial para que ambas naciones salgan favorecidas, ya que el problema haitiano se disipará sólo en la medida que mejoren las condiciones económicas en la parte occidental de la isla. Mientras tanto, escondemos nuestras cabezas como los avestruces.

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