La cercanía de la Navidad nos motiva a colgar luces por doquier, porque en Navidad se revela “un misterio mantenido en secreto durante siglos eternos” (Romanos 16, 25 – 27). En Navidad, se nos ha revelado el designio salvador de nuestro Dios: todos los pueblos están llamados a la obediencia de la fe en el único Dios.
Este proyecto se realizará mediante “la fuerza del Altísimo” (Lucas 1, 26 al 38).
La fuerza humana se concentra en capital, armas, status social, sexualidad y las relaciones. Hoy la Iglesia nos enseña cómo actúa la fuerza del Altísimo.
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Dios revela su poder eligiendo a lo débil, pobre y frágil. Así lo vemos en la primera lectura del Segundo libro de Samuel 7, 1 a 16. El pueblo de Israel está rodeado de enemigos, vive sobresaltado, carece de sucesión dinástica. Están buscando un candidato para coronarlo rey. Entonces, Dios elige a David, un pastorcito adolescente, y lo saca “de andar tras las ovejas, para que fuera jefe de [su] pueblo Israel”.
La fuerza del Altísimo alcanza su nivel máximo para escoger a la Madre del Mesías. Dios escoge a una muchacha campesina de un campito de Galilea. Está desposada, pero “no conoce varón”. En ella se desarrolla un misterio, que ni ella ni su propio prometido alcanzan a comprender. Ella pregunta, “¿cómo será eso?”.
Pero en ella la ternura gratuita de Dios suscita ya la obediencia de la fe en la que entrarán todos los pueblos: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
La fuerza del Altísimo había prometido, que la relación entre Dios y el Mesías sería la de un Padre y un hijo. Esa promesa, se cumple en Jesús, Hijo de Dios, con una plenitud inconmensurable, ella nos alcanza a cada uno de nosotros.