POR LEÓN DAVID
A riesgo de parecer reiterativo o, peor aún, de provocar antipatía, insistiré en un tema que, a su modo y manera, siempre termina abriéndose paso por las blancas latitudes de la cuartilla durante esos instantes afortunados en que acierto a congraciarme con la pluma… Adivinó el lector; ese tema es la condición humana… No tengo en cálculo mi proverbial descortesía me lo prohíbe- pedir disculpas por lo que prima facie cabría ser tildado de conducta obsesiva y machacona. Me incluyo en el número de cuantos opinan que lo que abunda no daña si lo que está en juego es cosa de monta y trascendencia.
A tenor de lo expuesto, no luce extemporánea la siguiente pregunta: ¿puede haber algo digno de concitar más acucioso interés a la humana criatura que su propio destino? No se me oculta que a nadie le place escuchar palabras amargas, avinagradas y desapacibles sobre su persona. Estamos siempre dispuestos a prestar oídos al elogio hipócrita y a abrazar las más descabelladas ideas en la medida en que nos prometan a la vuelta de la esquina un jubiloso final de bizcocho de cumpleaños. No por casualidad las películas de happy end y beso en la boca han demostrado ser las más taquilleras; no por azar el copetudo galán de las tele-novelas acaba siempre casándose, en magníficos esponsales, con la casta y maltratada sirvientita.
Cuando rehusamos aceptar, por gris y desvaída, la vida en la que vegetamos sólo nos queda imaginar otra menos atribulada o monótona para resistir el gravoso avance de las horas; cuando la existencia se padece a modo de frustrante repetición de gestos hueros y sucesos baladíes, nos vemos irresistiblemente impelidos a soñar otra existencia utópica que haga nuestra fastidiosa o insoportable situación algo más tolerable. Por tanto, harto comprensible se nos hace advertir cuan pocos candidatos hay decididos a contemplar sin maquillaje ni cirugía plástica su rostro en el espejo. Y quien tiene el atrevimiento de reclamar que echemos un vistazo en cristal semejante, sólo consigue la ofendida desaprobación de la galería o su más intransigente indiferencia.
¡Extraño comportamiento el nuestro! Vivimos en permanente inconformidad, pero nos prohibimos indagar las posibles causas de tan desazonadora conducta; deseamos modificar nuestra existencia sin que seamos capaces de emprender nada realmente útil para lograr semejante propósito. Así las cosas, sólo un temperamento refractario a las evidencias del sentido común se negaría a reconocer que, hoy por hoy, todo conspira para que la ilusión y el mito cobren su auténtico significado. Ilusión y mito que declarémoslo sin más demora en castellano paladino si algo consiguen es que lo que tenemos entre manos empeore indefinidamente. El mito y la ilusión son, a no juzgar el lector de otra manera, los principales responsables de que las buenas intenciones de rectificar no prosperen, se atasquen, habida cuenta de que arrancan de raíz el impulso que puede llevar a transformarnos.
No consiente nuestra sofisticada civilización privarse de mitos como tampoco podría prescindir de mercancías. Ambos productos se complementan mutuamente, y al combinarse se refuerzan. Cuando merced a esta inmensa plaza comercial en que hemos convertido al planeta, la plural dimensión espiritual del ser humano tiende a ser rebajada a una estólida y pragmática participación en el hecho económico, deja de fluir la savia que alimenta la personalidad, y el individuo, como el árbol después de prolongada canícula, se marchita y seca perdiendo todo su follaje.
Mas, sospechoso privilegio, cuenta el individuo agostado con una posibilidad que el árbol decaído no posee: inventar hojas de plástico, adornarse con ellas y convencerse milagro de la auto-sugestión de que son tan hermosas y eficaces como las naturales en orden a cumplir cabalmente el proceso de la fotosíntesis, piedra angular de su metabolismo… Pues bien, es el mito esa hoja plástica que, amén de sustituir a la verdadera, cumple, además, la providencial función de la hoja de parra con la que el mojigato hombre del común se esmera en recubrir sus vergüenzas. Sin la ilusión de felicidad que el mito procura, la desventura real que arrastramos torpemente por la calzada se tornaría insufrible. Así, todo lo cambiamos en la fantasía para no vernos constreñidos a enfrentar, cara a cara, nuestra desoladora manera de vivir. Entre el mundo vivido y el mundo elucubrado se abre anchísima brecha que nos desanima de lanzarnos a la empresa fecunda. Acatamos sumisamente el régimen de la ambivalencia: nuestras más íntimas necesidades se vuelven deseos que se satisfacen en la seductora comarca de lo imaginario, mientras que la ficción que por ser ficción nunca alcanza a saciar el deseo lo ahonda haciendo germinar nuevas necesidades caprichosas. Transcurre de ese modo nuestra existencia en circular y viciosa agonía.: la insatisfacción sólo se colma parcialmente, de manera efímera, al precio de nuevas y más desorbitadas insatisfacciones…
El mito, ese granuja y habilísimo prestidigitador, nos persuade de que estamos saboreando una liebre suculenta cuando el manjar que en nuestro plato pone es un repugnante estofado de gato barcino. Sólo el mito impide que el despropósito de nuestra conducta salte a la vista; pues su razón de ser es el ocultamiento. Sin la ilusión, que nos presenta en tanto que coherente y lógico lo que en verdad es fragmentario y desarticulado, el statu quo no podría mantenerse incólume ni cinco minutos. No es otra la razón de que en los predios del mito la mudanza esté a la orden del día: la ilusión tiene que variar para que la urgencia de ilusionarnos se torne inapelable. Es menester renovar permanentemente el contenido anecdótico de los mitos para que no se vea afectada ni por un instante la realidad que del mito se nutre.
Tengo copia de razones para creer que pareja tensión inherente al sistema social que tiene por eje el intercambio de capitales y mercancías- no puede dejar de repercutir profundamente en nuestras formas de convivencia, moldeando una personalidad de rasgos esquizoides y una sensibilidad de perfiles mórbidos e inseguros.
Aceptémoslo: somos seres frívolos que llevamos una existencia trivial en procura de chatos y menesterosos objetivos; seres que como no hemos jamás descubierto el tesoro de potencialidades con que la naturaleza nos dotara, caminamos vendados los ojos tras las sombras chinescas del huidizo e inasible fantasma de la felicidad. Y el hombre que así se comporta no podrá evitar que su barca naufrague sobre los arenales de la intrascendencia. Perdido en la noche oscurísima de instancias contradictorias entre las que vagabundea sin reposo su espíritu, salta de un lado a otro, dando tumbos, zarandeado por una ventisca que de manera indefectible lo aleja más y más de su auténtico ser…, incurso en grave torpeza está quien olvida que cuanto no procede de los hontanares del yo resbala por la piel como si fuera agua. La insoportable levedad de nuestra conducta, la inconcebible ruindad de nuestros intereses y aspiraciones, con el consiguiente desengaño a que fatalmente nos aboca, son el deleznable saldo de una sociedad que ha sacrificado el humano equilibrio y la armonía a una sola y unilateral actividad: la producción, intercambio y consumo de bienes materiales.
En nuestra sociedad no albergo dudas al respecto- la esfera pragmático-mercantil genera el mito y lo maneja. Y al adueñarse del mito nos manipula a nosotros como el titiritero a sus obedientes marionetas. Para consumir vivimos y para poseer; pero en la medida en que más objetos acumulo, más me vacío de mi propia sustancia; y en la medida en que más consumo, más irrefrenable y voraz se torna mi apetito… ¿Qué otra cosa cabía esperar? La tenencia como desideratum, la excluyente gratificación de acumular y consumir, he aquí un modus vivendi que apenas puede ofrecer renco sucedáneo a nuestra real necesidad real aunque ignorada de crecimiento espiritual e inaplazable consagración a las faenas superiores del alma. Tal es la dinámica patológica del mundo contemporáneo. En ese tremedal estamos hundidos hasta el cuello. Valoramos lo accesorio, pasamos por alto lo esencial; nos contentamos con paupérrimas caricaturas de la dicha a falta de experimentar la única dicha verdadera y permanente: la del amoroso encuentro con nuestro ser genuino. Volcados hacia la epidermis, hacia lo externo, hacia la seductora vitrina del tendero, damos en creer ingenuamente que en la adquisición de bártulos, utensilios y cachivaches reside la felicidad. Ese es el mito primigenio; de él todos los demás derivan de guisa inexorable. Y dentro de parejo mito no hay salida. Mientras nos dejemos hipnotizar por sus ilusorios encantos nada podremos hacer para modificar nuestros destinos.
Vivir el mito es renuncia a vivir la vida. El mito, como la rémora, de nosotros obtiene su ración, se alimenta parasitariamente de nuestra propia savia. Cerrarle con candado las puertas es el único modo lo tengo por cosa averiguada de retornar a la tierra prometida del hombre.