La furia total de guerra en todos lados

La furia total de guerra en todos lados

BAGDAD, Irak – El otro día, en las afueras de la ciudad, nubes de humo negro se elevaban desde la autopista. Una pipa de combustible estaba incendiándose, envuelta en llamas.

Otro día en Bagdad. Otro ataque contra un convoy militar.

Pero cuando un fotógrafo y yo salimos del auto para tomar fotografías, se nos hizo evidente que estabamos entrando en otro Irak.

Insurgentes inundaron el camino, con el rostro cubierto, ametralladoras en mano. Empezaron a disparar a los Humvees que se acercaban. El vecindario en los alrededores se convirtió en un mosaico de pánico. Las mujeres cerraban las puertas detrás de ellas. Los autos hacían volar la grava con los neumáticos al acelerar para alejarse. Y estabamos a sólo 20 minutos del centro de la ciudad en un lugar que hasta hace unos días era tan seguro como cualquier otro.

En Kufa, una localidad rodeada de palmeras a orillas del Eufrates, barbados milicianos chiítas que juraron lealtad a un clérigo rebelde circulaban en autos de la policía. Funcionarios estadounidenses acababan de comprar esas patrullas. Los soldados estadounidenses acababan de entrenar a los policís que las habían estado tripulando.

En el barrio de Khadamiya, uno de los lugares más bonitos de Bagdad, los hombres lanzaban granadas donde hace apenas unos días los niños se sentaban bajo sombrillas a comer helados. Era asombroso cuán natural era la imagen, cuán rápidamente los hombres armados parecían lo normal, cómo todos parecían indiferentes, aun cuando el corazón de Bagdad ahora parecía el corazón de Kabul.

La atmósfera en Irak ha cambiado completamente. En sólo una semana, una guerra de guerrillas difusa ha estallado en un levantamiento popular. «Seis meses de trabajo han desaparecido completamente», dijo un funcionario del Departamento de Estado que trabaja en el sur de Irak. «No hay nada que lo demuestre».

Fue como si el reloj hubiera retrocedido a los primeros días de la ocupación. De nuevo los tanques están destruyendo blancos en vecindarios de Bagdad. Ciudades como Fallujah y Ramadi están bajo sitio o, más precisamente, bajo un nuevo sitio.

Pero hay una diferencia. En ese entonces, en abril del año pasado, cuando yo era un reportero incrustado con el Ejército de Estados Unidos, Irak parecía como si estuviera siendo controlado lentamente. Ahora, después de tres meses de mi actual misión aquí, esa naciente sensación de orden está convirtiéndose en caos.

Esta última semana, un fotógrafo (sí, el mismo) y yo nos dirigimos a Ramadi, 80 kilómetros al oeste de Bagdad y el escenario de una fiera batalla que cobró la vida de 12 infantes de marina. Se suponía que el viaje tomaría dos horas. Tuvimos que tomar caminos alternos.

Los campos brillaban de verde con los arrozales, las palmeras se balanceaban, y los niños chapoteaban en los ríos. Vimos mujeres en los umbrales de chozas de adobe que nos miraban de soslayo. Vimos una escena de la vida en Irak que era tranquila y simple.

Pero justo mientras yo admiraba el paisaje, una minivan se puso frente a nuestro automóvil y bloqueó el camino. Una decena de pistoleros con pañoletas atadas sobre el rostro salieron del vehículo. Algunos tenían ametralladoras. Algunos granadas impulsadas por cohetes. Nos rodearon. «íSalgan! íSalgan!», gritaron los hombres. Estábamos en un auto a prueba de balas. O supuestamente a prueba de balas. ¿Quién lo sabía realmente? Los insurgentes golpearos los cristales de 2.5 centímetros de grosor con la punta de sus Kalashnikovs. Yo no quería abrir mi portezuela.

Pero con la fatiga de quien está totalmente derrotado, salí. Me paré en el polvo y miré a los hombres apuntar sus armas a mi pecho. Pensé en mi madre. Esperaba que no doliera.

El traductor y el chofer, regularmente tan tranquilos, incluso bromistas, bajo fuego, parecían aterrorizados. Un insurgente quitó el seguro a su arma, haciendo un deliberado sonido metálico que yo espero no escuchar nunca de nuevo, y disparó media carga al cielo.

«íMuévanse!», gritó.

Caminamos sobre los casquillos de las balas aún calientes que acababan de caer al suelo y entramos en la minivan. No teníamos opciones. Fuimos llevados al corazón de la resistencia sunita, a una pequeña localidad entre Bagdad y Ramadi completamente atestada de combatientes muyaidines. Posteriormente nos enteramos de que habíamos llegado justo al momento de un ataque.

Nuestros captores no estaban seguros de si eramos periodistas o espías. Eventualmente, decidieron de que podían confiar en nosotros. El momento crítico ocurrió cuando un hombre con lentes de sol de aviador nos llevó un tazón con agua.

«Beban», dijo.

Mi boca estaba tan reseca por el temor que ningún sorbo me había sabido tan húmedo jamás.

«Ahora», dijo, «son nuestros amigos».

Luego alguien me dijo que si a uno le ofrecen agua -o té, o cualquier cosa en esa situación- hay que recibirlo. El gesto significa que uno es un huésped. Y la hospitalidad en el mundo árabe puede marcar la diferencia entre salir de una situación difícil o no. Yo sólo estaba calmando mi sed. El hombre con los lentes de sol me estaba ofreciendo la vida.

Eventualmente, se nos permitió salir de la aldea. Mientras nos ibamos, los insurgentes lanzaron un ataque contra infantes de marina. Una serie de cohetes estallaron. Los insurgentes vitorearon. Lo último que vimos de ellos fueron sus puños en el aire.

[b]Y yo me quedé con la pregunta: ¿Por qué ahora?[/b]

¿Por qué los chiítas, que habían sido pacientes durante un año, repentinamente se lanzaron a las calles a matar estadounidenses? ¿Por qué al menos algunos grupos chiítas y sunitas, que eran rivales, ahora estaban cooperando? ¿Cómo el asesinato y mutilación de cuatro civiles estadounidenses en Fallujah provocó una reacción en cadena que repercutió más allá del Triángulo Sunita y se extendió a todo el país?

Envíe un mensaje de correo electrónico a Kenneth W. Stein, historiador de Oriente Medio de la Universidad de Emory, quien sugirió en respuesta que el asesinato de cuatro trabajadores contratistas estadounidenses en Fallujah el 31 de marzo, y la macabra celebración posterior hicieron posible la violencia extrema e incluso revitalizante.

«Estos ejemplos avivan las emociones, muestran al público cuán exitosa es la lucha contra los extranjeros, los ocupantes, los forasteros», escribió Stein. «La mentalidad de multitud puede superar la razón y la propiedad».

Pero antes de Fallujah sucedieron dos cosas -claras en retrospectiva- que ayudaron a revelar cuán poca esperanza había aquí.

La primera fue a cientos de kilómetros de distancia. El 22 de marzo, en la Franja de Gaza, fuerzas israelíes asesinaron al jeque Ahmed Yassin, el líder de Hamas que era un héroe para los palestinos. Indignados árabes salieron a las calles en Bagdad y otras capitales de Oriente Medio. Muchos estadounidenses en Irak se prepararon para represalias.

Unos días después de que Yassin fue asesinado, las autoridades estadounidenses cerraron el periódico Hawza, vocero de Muqtada al-Sadr, un clérigo chiíta radical. El semanario había sido acusado de publicar mentiras. Pero su cierre sólo benefició a Al-Sadr, avivando enormes protestas por parte de sus seguidores.

Luego sucedió el hecho de Fallujah. El grupo que se responsabilizó dijo que estaba vengando a Yassin.

El fantasma del jeque regresó a Irak una vez más, el 2 de abril, cuando Al-Sadr anunció que estaba abriendo las células iraquíes de Hezbollah y Hamas, grupos pro-palestinos responsables de ataques contra Israel.

Al día siguiente las autoridades estadounidenses anunciaron órdenes de arresto para varios de los seguidores de Al-Sadr. Pronto seguiría la suya. Irak estalló. Al-Sadr ordenó a sus seguidores apoderarse de oficinas de gobierno en áreas chiítas en todo el país. En cuestión de días, los combates atrajeron a miles de personas que antes no eran combatientes, y quienes adoptaron una nueva identidad. Hasta entonces, la insurgencia era una fuerza misteriosa detrás de un pañuelo a cuadros rojos y blancos. No tenía uniforme, ni ideología, ni rostro.

Pero Al-Sadr se los proporcionó. Carteles con su imagen están en todas partes ahora, incluso en bastiones sunitas como Fallujah, algo que habría sido impensable antes de esta crisis.

Al-Sadr tiene sólo 31 años de edad. En el mundo de los hombres sagrados, es considerado un peso ligero religioso. Comparado con el Gran Ayatolá Alí al-Husseini al-Sistani, el clérigo chiíta más moderqado cuyos decretos tienen la fuerza de ley, la voz de Al-Sadr es sólo una sugerencia.

Pero Al-Sadr pareció aprovechar un malestar chiíta que había estado en ebullición por algún tiempo.

Muchos chiítas han sufrido las mismas humillaciones que los sunitas. Se quejan de soldados que penetran en sus casas y los hostigan en retenes, y todas las demás penurias experimentadas por quienes viven bajo una ocupación por parte de extranjeros procedentes de un lugar a miles de kilómetros de distancia. Y conforme se acercaba el aniversario de la caída de Bagdad, los chiítas, que saludaron a los tanques estadounidenses con rosas hace un año, tenían poco que celebrar.

«Cuando despierto, sé que este día va a ser un poco peor que el anterior», dijo Haider al-Kabi, un trabajador de 29 años de edad originario de Najaf quien dijo que se uniría a la resistencia. «Estoy harto de esto».

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