La muy socorrida expresión popular «todo tiempo pasado fue mejor» encierra una verdad de Perogrullo, aunque se le utilice como una «muletilla». La sociedad dominicana solía mostrar al mundo, décadas atrás desde luego, los encantos de una unidad familiar envidiable, inmejorable educación -en las aulas y en los hogares- y respeto absoluto por los símbolos patrios y el ornato público.
Recogía esa sociedad de antaño los frutos de la enseñanza de abnegados maestros y de padres rectos y ejemplares. Ese fue un legado de apreciable valor.
Estudiar en una escuela pública era un orgullo, vivir en el reducido espacio de los barrios capitaleños, en comunidad, un privilegio.
Admito, eso sí, que hubo excepciones y excesos. Que ciudadanos y ciudadanas de la época pecaran, por omisión o comisión, era posible. Más no era el común denominador.
Las antecedentes disquisiciones vienen a mi memoria al evocar la generación a la que pertenece, de la que proviene el actual Síndico del Distrito, mi entrañable amigo Roberto Salcedo.
Procedemos del mismo entorno, compartimos en su momento similares enseñanzas y vicisitudes, aunque por caminos diferentes. La muchachada de esa época asumió grandes retos y eso contribuyó al formar carácteres y fraguar personalidades.
La exitosa gestión de Roberto en la Sindicatura capitalina no es, por tanto, casual.
Roberto ha asumido una tarea de enorme responsabilidad, frente a una sociedad que vive en claro desafío a las normas, consuetudinaria violadora de elementales principios de respecto al ornato. Percibo que es fruto de la exagerada migración del campo a la ciudad.
La administración de Roberto se ha impuesto contra viento y marea, sus esfuerzos y dedicación pueden exhibir hoy resultados positivos en una Capital que a ratos se convierte en caos, en una ciudad que desborda los límites de lo posible.
Poco a poco Roberto consigue ganar la batalla que otros perdieron en su afán de hacer del Distrito Nacional una «ciudad posible». Y, que conste, no tengo ningún vínculo comercial con el Ayuntamiento.