En virtud de la Semana Santa que recientemente vivimos, y como forma de ser un ente más multiplicador de la palabra del Señor, comparto con ustedes el mensaje que el Papa Francisco transmitió para esta pasada Cuaresma, donde nos invitó a fortalecer nuestros corazones.
El Papa Francisco consideró que hoy día, uno de los desafíos más urgentes es el de afrontar la “globalización de la indiferencia”, la actitud egoísta e indiferente ante el sufrimiento de los demás y que ha alcanzado una dimensión mundial, por lo cual se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
El mensaje publicado se centró en esta ocasión en la indiferencia ante el prójimo, pues como nuestro querido Papa señala, cuando las personas nos sentimos bien y “a gusto” nos olvidamos de los demás y “no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen”.
Así como el desprendimiento saludable, el desasimiento sano y el verdadero desapego son signos de equilibrio mental y emocional, la indiferencia es un error básico de la mente y conduce a la insensibilidad, la anestesia afectiva, la frialdad emocional y el insano despego psíquico.
La indiferencia, en el sentido en el que utilizamos coloquialmente este término, es una actitud de insensibilidad y puede, intensificada, conducir a la alienación de uno mismo y la paralización de las más hermosas potencias de crecimiento interior y autorrealización. Es por esto, que la indiferencia endurece psicológicamente, impide la identificación con las angustias ajenas, frustra las potencialidades de afecto y compasión, acoraza el yo e invita al aislamiento interior, por mucho que la persona en lo exterior resulte muy sociable o incluso simpática. Hay un buen número de personas que impregnan sus relaciones de empatía y encanto y, sin embargo, son totalmente indiferentes en sus sentimientos hacia los demás.
Hoy nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, de los que hablaba Jesús en la parábola del Buen Samaritano: vemos al hermano medio muerto al borde del camino, quizás pensamos “pobrecito”, y seguimos nuestro camino, no nos compete; y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. Porque ahora en este mundo de la globalización, ya hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!
Por eso decimos que la indiferencia es un estado afectivo neutro, y solemos definir a una persona indiferente como alguien que “ni siente, ni padece”. Es un sentimiento que mantiene al margen a la persona que tiene esta condición. Sin embargo, cuando recibimos un porrazo de indiferencia de alguien, sus garras nos producen heridas dolorosas, por eso es que “a veces, la indiferencia y la frialdad hacen más daño que la aversión declarada”. JK Rowling.
Francisco nos exhortó a los católicos a tener “un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de esta indiferencia”.
Luego de este Domingo de Gloria, en el que vivimos un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente, pero sobre todo un «tiempo de gracia», tratemos de reflexionar lo suficiente para que permanezca en nosotros el deseo de intentar ser un ejemplo de Dios amándonos unos a los otros y perdonando de corazón. Terminemos de vivir este tiempo pascual con alegría por la victoria de Cristo resucitado, lo cual es motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.