La gran conspiración

La gran conspiración

MANUEL E. GÓMEZ PIETERZ
Digamos que una conspiración es el concierto de voluntades movidas por un propósito común para forzar un hecho o una situación que los involucrados consideran favorable a sus intereses o a su visión de la realidad. Toda auténtica conspiración quiebra críticamente la relación tiempo-espacio que se da en el habitual transcurrir de las cosas. Por tanto, desorganiza y solapadamente viola las normas establecidas, y de algún modo vulnera el estado de derecho. Sobre nuestro país se cierne una gran conspiración.

En este siglo 21 de la globalización, de la información, y del imperio de las ciencias; el centro de las grandes decisiones políticas sistemáticamente se desplazará del debate en las bancadas parlamentarias, a la prospectiva visión científica de la cátedra universitaria. La universidad será probablemente el Parlamento del avanzado siglo 21. Si así fuere, el gran reto del pensamiento, es como garantizar un razonable estado de derecho con una oligarquía científica que legítima su poder en razones de la supervivencia de los recursos naturales del planeta tierra como habitat de la raza humana. Es como resolver la paradoja de «la dictadura del estado de derecho». Una rara e inédita versión de cubismo político con una ética que se sitúa en el ámbito del cosmos.

En los albores del siglo 21, Estados Unidos prevalece como superpotencia única, total y solitaria; cuya «intelligentsia» de todo orden y naturaleza, labora espontáneamente y sin pausa en la configuración del escenario y el nuevo orden que regirá en el estado universal de plena globalización. La sociedad norteamericana se encuentra hoy en el estadio más avanzado de la era posindustrial: el de la información potenciada por el extraordinario desarrollo tecnológico de la electrónica. Lo que se ha denominado «la sociedad tecnotrónica». El llamado «complejo militar-industrial» como motor de la economía norteamericana, ha quedado atrás. Hoy, es el complejo científico-tecnológico-militar el factor de mayor efecto multiplicador de recursos presupuestarios asignables a la investigación científica y al desarrollo tecnológico; primordiales factores causales del enorme poderío norteamericano. Más que por su enorme y sofisticada capacidad destructiva, su extraordinaria movilidad, y el fantástico apoyo de su sofisticado sistema de información, el estamento militar de ese país, pesa como legítimo e incuestionable garante de la integridad física de la nación y en consecuencia como fuente germinal de nuevos y costosos portentos militares que luego se aplicarán en lo civil. Es una paradoja que el rol de las fuerzas armadas como agente legitimador de recursos para investigación y desarrollo, llegue a pesar más que hacer la guerra. La guerra, ha devenido de hecho en poderoso factor disuasivo o en mero pretexto táctico.

La élite política que dirige a esa gran nación mediante el tradicional juego bipartidista del debate en las dos cámaras del foro parlamentario, coincide a juicio nuestro en el diseño de una estrategia de largo plazo y alcance para situar su nación como puntero indiscutible de un mundo globalizado ¡y sin petróleo! El 11 de septiembre fue el campanazo que puso en cero el reloj de la historia. «Ground cero» es el punto cero desde donde arranca el futuro con las inéditas dimensiones del siglo 21. En la transición al nuevo orden que el proceso de globalización está gestando, el petróleo es el indiscutible motor político de la historia. En él está la auténtica razón de la campaña de Irak. Y la lógica y acertada conveniencia de la estrategia estadounidense.

La implantación de la plena globalización implicará tal vez el mayor proceso revolucionario del siglo 21 y su exitosa coronación será un triunfo de la cultura occidental. La incorporación al sistema equivaldrá en cierto modo, a un proceso de occidentalización. El gran enemigo será el fundamentalismo islámico integrista. El gran peligro, el choque de civilizaciones.

Es evidente que Irak, con la segunda mayor reserva petrolera mundial, privilegiada dotación de agua en la región, cuya historia está semióticamente asociada al concepto de civilización, y con una población dotada de buen nivel de educación; cuanto necesita para prosperar y mejorar la calidad de vida de su gente es un razonable y funcional régimen democrático que inserte efectivamente el país en el ordenamiento mundial y que active y refuerce los mecanismos y procedimientos de la diplomacia en la solución de diferendos y conflictos.

Un Irak democrático es de primordial importancia en el catálogo de intereses vitales de Estados Unidos; a quien en la entropía petrolera no le resulta confiable un suministro saudí que por otra parte es una posible fuente en la sombra, de fondos que financian al terrorista Bin Laden. Más que el petróleo, a los saudíes se les está agotando el tiempo de su doble juego político.

El subconsciente y emotivo sentimiento anti-norteamericano, señaladamente el europeo, considera que la guerra de Irak fue un grave error y más aún que es una señal de declinación de Estados Unidos como superpotencia mundial. Dos mitos. El primero, un paradójico quid pro quo: considerar que el recrudecimiento del terrorismo avala el error, y no que su objetivo es frustrar el proceso democrático; porque el éxito de la estrategia estadounidense en Irak es clave no solo para desmantelar el terrorismo internacional, sino para la plena y pacífica culminación de la globalización con su nuevo orden. El otro mito se apoya en factores y conceptos tradicionales y obsoletos que no son válidos en pleno siglo 21. Lo que convierte a los Estados Unidos en superpotencia única no es su poderío militar, ni su enorme capacidad de destrucción nuclear, ni la magnitud de su economía; sino su dominio eminente en las áreas de la comunicación, la información, la investigación científica y el desarrollo tecnológico, en la informática y la electrónica; por tener el estadio más avanzado de la era pos industrial, el de la llamada sociedad «tecnotrónica», en pocas palabras: por ser brazo y cerebro del mundo.

El proceso de globalización es inevitable e irrefrenable, pero el necesario ordenamiento que implica, parte de una injusta distribución internacional del trabajo entre países muy ricos y muy pobres y estos, con una apabullante deuda social. El nuevo orden y sus mecanismos de libre mercado suponen tácitamente el debilitamiento de los estados nacionales y consecuentemente de sus programas sociales en beneficio de los más desposeídos; que son los más. La legitimación del proceso requiere de quienes lo lideran no sólo más riqueza y portentos científicos y tecnológicos; sino una más que proporcional reducción de la pobreza en todos sus niveles degradantes y más justicia y seguridad social en el globo. De lo contrario, la globalización y su nuevo orden, devendrán pura y simplemente en una gran conspiración.

En el primer párrafo de este artículo afirmamos categóricamente: «Sobre nuestro país se cierne una gran conspiración». Ahora es el momento de explicar por qué. La necesidad de controlar las corrientes migratorias en dirección de pobres a ricos en el curso del proceso de globalización, es una aparente contradicción; pues mientras se estimula el libre tránsito de mercancía se obstaculiza el de personas. La cosa se complica para nuestro país por razones de geopolítica. Porque estamos ubicados geográficamente en el Caribe en el primer frente estratégico de defensa de los Estados Unidos y hacemos frontera con Haití, un estado no viable. La unificación de ambas repúblicas figura hoy como uno de los intereses vitales de aquel país. Con la desaparición del Doctor Balaguer quedó despejada la vía para la implementación de ese plan que implica borrar de la historia y la geografía una nación cuyo territorio fue el escenario primigenio de la gran epopeya del nuevo mundo. Los gobiernos sucesivos han optado por aminorar e ignorar el problema, y como avestruces políticos y oficiantes cómplices involuntarios, asistir al holocausto de la Nación Dominicana.

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