La gran transformación

La gran transformación

FERNANDO I. FERRÁN
Los cambios son consubstanciales a toda sociedad. La europea, por ejemplo, iba de manera certera —si no acelerada– hacia una federación estatal. El «no» francés y a seguidas el holandés acaban de reorientar esas transformaciones nacionales. Con anterioridad, la sociedad estadounidense servía de ejemplo de democracia funcional y de fortaleza económica. De repente fue atacada en su territorio un mes de septiembre del año 2001 e intercambió su ejemplaridad por el desierto iraquí.

Pero que nadie se lleve a engaño. Por radicales y revelantes que sean esos ejemplos, no deben opacar la profundidad de la transformación que tiene lugar en República Dominicana, con todos nosotros de testigos.

Durante el siglo pasado, la sociedad dominicana fue organizada y giró alrededor del Estado. Esa fue la obra de la intervención norteamericana en 1916, de su heredera, la Era de Trujillo, y de su secuela balaguerista. Al margen ya del sustento militar, el elemento común a esos 61 años fue la dependencia de inclusive el último detalle de la vida nacional de las decisiones que se tomaban en la cima gubernamental.

No es por desorientación que todavía hoy día se reclama la interferencia del Presidente de la República para resolver cualquier asunto, por trivial que éste sea. Como si el quehacer nacional fuera como el ciclo hidrológico, todo viene de arriba y allá regresa. Entendido así, todas y todos somos secretarios del secretario del jefe superior. Y la cuota de poder de cada cual será siempre mayor si respeta la «meritocracia» de los ingenieros más que la de abogados y economistas, y si se acomoda a la dependencia del aparato productivo frente a las oportunidades y privilegios que sólo el gobierno de turno sabe otorgar.

La referida «meritocracia» es fácilmente comprensible. Las construcciones, desde un camino vecinal hasta cualquiera de las tantas obras titánicas que bien conocemos, cuentan siempre con apoyo gubernamental. Esto explica la suficiencia de recursos económicos con que nacen, al igual que el clientelismo que siguen propiciando hasta el día de hoy.

El aparato productivo, fiel pero no por ello sumiso al político, ha tenido que depender unas veces de favores palaciegos, otras de arrebatos y por lo general de negociaciones que no siempre se encuadran en lo que hoy se conoce como libre-mercado. Este mercado estaba cautivo por esa mano oculta que todos conocen y que nadie mienta. En verdad, lo único que se desconoce en esta materia es hasta dónde llega la complicidad y la no transparencia.

El sistema dominicano basado en la aparente centralización del poder en el Ejecutivo, gracias al clientelismo que fomenta y los favores que otorga, llega intacto a los albores del siglo XXI. En medio de él la sociedad dominicana pasó de menos de 800,000 a 8.7 millones de personas. Éstas han emigrado vertiginosamente del campo a pueblos y ciudades, cuando no al exterior, de manera que ya no se cuenta con 30 sino con 70% de población urbana. Esta misma población, unos desde arriba y muchos desde abajo, han generado una riqueza que, por mal distribuida que está, salta a la vista.

Pero a dicho sistema, ¿cuándo le llegará el equivalente a la intervención estadounidense y al «no» europeo a los que hice alusión?

La respuesta está por colarse, sigilosamente, porque estamos distraídos, por debajo de la puerta.

En efecto, en la medida en que el poder estatal se vea relativizado de hecho y de derecho por acuerdos internacionales tipo el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Centroamérica, por ejemplo, el modelo social que hemos heredado y sabido preservar está llamado a cambiar.

La última palabra nacional no la dirá una sola persona en un cuarto cerrado o valiéndose de las polillas que carcomen una mesa de negociación, sino los procesos institucionales, la competitividad industrial, comercial y empresarial, los acuerdos avalados por ratificaciones congresionales, sus reglamentos y las cortes nacionales e internacionales. En ese entonces, las obras públicas deberán ejecutarse de forma más transparente y el libre mercado será más libre e independiente de los «amarres» locales.

Todo eso, indudablemente, representará la gran transformación de la sociedad dominicana y quién sabe si el fin definitivo de su Estado benefactor.

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