La guapería se ha vulgarizado

La guapería se ha vulgarizado

 ELOY ALBERTO TEJERA
La guapería se ha vulgarizado. De ello no tengo la menor duda. Cuando aflora el escepticismo me basta ver o escuchar una escena entre dos automovilistas para recordarme que ese concepto antiguo de la guapeza -asociado a la caballerosidad y a su hermana, la ecuanimidad- ha desaparecido por completo. Los automovilistas que insultan por la cuestión más mínima, y que no tienen reparos en sacar una pistola y empezar a descargarla ante un ser desarmado sintetizan el prototipo de este nuevo macho citadino (que las crónicas policiales tanto citan) cuyo accionar da grima.. Aclaro: este tipo de guapería no guarda relación o semejanza mínima con el guapetón o el bravucón. Mas bien guarda animosidad en su contra.

La guapería antigua del dominicano, al modo que se estilaba cuando vivía mi padre, tenía sus reglas muy definidas. (No digo claras, pues en un pleito predomina lo oscuro). El hombre guapo nunca abusaba de alguien más débil. Eso era un desliz imperdonable. Nunca caía en el insulto llano, en la discusión que tiende hacia lo femenino. La imprecación o el lenguaje soez estaban alejados de su reino. Una ofensa la cobraba en silencio y sin esos aspavientos afeminados que ahora se usan a la hora de cualquier reyerta o diferencia. El rito de la venganza implicaban otros matices. El hombre guapo de aquel tiempo no peleaba como el de ahora, por ver la sangre correr.

Lo hacía cuando por el río de su ser corría una ofensa hacia su estirpe, familia o apellido.. El no barajar pleito no era su oficio. A diferencia del compadrito al que se refiere Jorge Luis Borges, el guapo de antaño tenía sus pruritos y sus códigos: no incitaba a la violencia, y respondía con temple y determinación cuando ella tocaba a sus puertas.

Hoy en día una discusión entre dos automovilistas lleva a la imprecación, al uso del lenguaje procaz (que tanto afean la escena más que el cuchillo o la pistola o la misma sangre) y luego al crimen. (No al pleito igualitario entre dos hombres que saben que se juegan la vida.

El mismo rito que usaban los viejos guapos tenía un cierto aire de nobleza y hasta de recogimiento. Recuerdo cómo mi padre amolaba el puñal que nunca usó. Me es inevitable evocar cómo sus sobrinos le preguntaban por el puñal como por un miembro más de la familia. Y era que el puñal lo era. Su uso era exclusivamente para defender el apellido o para defender la familia de algo siniestro.

 La forma en que lo resguardaba mi padre, en que lo cuidaba, y sobre todo cómo lo mostraba, era algo digno. A mí me lo mostró una vez, y aquel objeto puesto en mis manos transitoriamente, me deslumbró como puede deslumbrar la lectura de algún gran poema o un cuento maravilloso). El puñal era en ese entonces una extensión de su dueño. De ahí sus cuidados. No me imagino al criminal de ahora, o al que está próximo a delinquir mostrando estos cuidados hacia su “objeto de trabajo”.

La exhibición descarada del arma de fuego (por hombres de caras anodinas), su uso irreflexivo y abusivo, las imprecaciones que recorren la ciudad entre personas que discuten absurdamente sin conocerse, han rebajado la guapería o han llevado a su inexistencia. Los criminales tienen sus códigos. Traspasarlos es una inmundicia o algo que se paga muy caro. La guapería tenía su religiosidad en los tiempos de mi padre. No verla sería una ceguera o una abultada estulticia.

Tener un puñal representaba en aquel tiempo más que un símbolo para avasallar o abusar, una señal de cómo un hombre guapo respondía dignamente ante una ofensa. Es una lástima que ante tanta violencia, exhibición de armas y abusos físicos sin sentido, al igual que el infierno, la guapería haya perdido su noble prestigio.

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