La historia jamás contada

La historia jamás contada

En mis tiempos de estudiante de economía, pensaba que esa ciencia serviría como un instrumento infalible de desarrollo. Predominaban las verdades incontestables en el cual con decir “el precio es la mejor señal de la relativa escasez de bienes y servicios” o que “el mercado era el mecanismo de asignación perfecto si se les dejaba actuar” ya tenías el debate ganado. Eran esos tiempos de una ideología predominante, la fe en los mercados, y en los que la izquierda descompuesta le quedaba un concepto con el cual tratar de defenderse: el neoliberalismo es pensamiento único.
El llamado consenso de Washington -ese pensamiento único- logró afianzarse por una razón básica: funcionó. No quiere decir que resolviera todos los problemas, ni siquiera que resolvió la mayor parte de ellos, pero los países que siguieron más estrictamente la receta, incluida RD, retomaron más rápidamente la senda de esa ilusión de desarrollo: el crecimiento económico. A pesar de eso las explosiones sociales como lo fueron abril de 1984 en nuestro país, o el levantamiento armado en Chiapas del subcomandante Marcos en los 90, lograron sembrar la sensibilidad hacia la medición y mejora de políticas de distribución del ingreso, aunque fuese solo teóricamente. En esos días las cosas se movieron del tecnócrata puro y duro al político que prometía el uso de las herramientas de mercado para una sociedad más justa, pero siempre dentro del mantra de la estabilidad macro-económica.
Hoy, luego de varias crisis nacionales y mundiales originada paradójicamente en los mercados, la población y los mismos políticos empezaron a marcar distancia de las políticas económicas aceptadas como sanas, y ha ido imponiéndose una visión más ideologizada de la realidad social y económica. Las presiones migratorias, el desconocimiento de la historia (y por ende la incapacidad de los líderes de opinión y políticos de contextualizar históricamente lo sucedido), la pereza intelectual, y la ambición de poder junto con el perfeccionamiento de las técnicas de comunicación y electorales han sumergido a la humanidad en un oscurantismo sólo equiparable a los años que sucedieron la Gran Depresión del 1929 y que culminaron con la II Guerra Mundial.
Soledad Gallego-Díaz afirma que abundan los políticos que no se preocupan por la congruencia entre lo que dicen y la realidad. En el fragor de las contiendas nos hicieron creer que todo se vale, y del todo se vale en la guerra electoral pasamos al “todo se vale todo el tiempo”. Si bien la verdad nunca ha sido el centro del quehacer político, no menos cierto es que buscar imponer un adjetivo antes que un razonamiento, despreciar datos y hechos concretos ha creado algo peor que la simplificación ideológica propia de las luchas ideológicas del siglo XX y es el cinismo máximo en el que participan tanto gobernantes como opositores. El fenómeno de candidatos como Trump no son casos aislados.
A pesar de que hay razones para el pesimismo, creo que hay remedio. Mientras llegan mejores tiempos para el debate, ayuda que el ciudadano repela la simplificación, bloquee los adjetivos, y exija más al discurso de sus líderes. Y… que no olvide que no son sólo los gobiernos quienes tienen propensión a mentir, que la oposición puede igualmente querer derogar la verdad como espacio de entendimiento. Ya hemos visto lo que los mercados sin supervisión pueden hacer, pero también lo que los políticos de espaldas a la información pueden provocar.

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