Detrás del mostrador de una pequeña cafetería en la avenida Allenby, en Tel Aviv, Chaim distraía a sus clientes aquella lejana mañana de diciembre de 1975 con una larga historia. Era un relato muy personal y a la vez inmensamente trágico.
En la mesa al lado de la que yo ocupaba, Abraham, un anciano de luengas barbas, endulzó la humeante taza de café, tomó un sorbo y con un gesto de paciencia dirigió su mirada al encorvado tendero de intensos ojos azules los que apenas se dejaban ver por sus arrugas. No era esta la primera vez que lo hacía y no sería la última. Iba allí todos los días, a excepción del Sabat que guardaba como una reliquia.
Era una rutina que se repetía casi diariamente desde que Chaim, a bordo de la cubierta de un destartalado buque pisó Palestina por primera vez en 1946. A fuerza de escucharla, Abraham podía repetirla de memoria detalle por detalle. Pero el pequeño y encorvado tendero tenía gracia especial y parecía que cada mañana decía algo nuevo, extraído de un recóndito lugar en su memoria.
Aquella mañana clara los primeros vientos fríos anunciaban la prematura llegada del invierno. Y sentado en el taburete a mi lado, Pesaj Rofe me traducía esa historia triste que había comenzado 35 años antes en Polonia.
Como toda familia burguesa, Chaim, gozaba de respeto en la comunidad judía de Varsovia. Cuando los tanques alemanes arrastraron al mundo a la Segunda Guerra Mundial, todo parecía haber terminado para él. Una pequeña pero acreditada joyería era todo el patrimonio de la familia, lo que bastaba para una vida tranquila y sosegada.
Una tarde tocaron a su puerta. Desde el día en que vio salir por ella a su esposa después de una llamada urgente, el corazón le daba un vuelco cuando alguien hacía sonar el timbre. Como tantas otras veces, no sería ella estaba seguro.
Sus vecinos la habían visto subir por la fuerza a un camión que más tarde se detuvo en la estación del ferrocarril en donde se la obligó a partir en un maloliente y atestado vagón con rumbo desconocido y sin regreso.
A la puerta de su casa, requisada y puesta a disposición por orden superior para cualquier necesidad alemana, un día apareció una Estrella de David y la palabra “judío” en grotescos caracteres. Era la señal de un pasaje a la antesala de la muerte.
En esta parte de su historia, Chaim se interrumpió, tomó una servilleta y fingiendo quitarse una paja de un ojo se enjugó las lágrimas. Había un silencio sobrecogedor a su alrededor y apenas podía oír yo el sonido de los cubiertos sobre los platos de algunos parroquianos, sentados pasos atrás.
Pregunté a Pesaj qué pasaba y con un ademán me cortó.
El timbre seguía sonando, continuó Chaim, por lo que tomó la precaución de llevar primero sus hijos a la cocina antes abrir. Un guardia alemán le empujó, registró la vivienda y ordenó a la patrulla que se lo llevara. Los niños quedaron como petrificados viendo cuando lo subían a un camión donde ya estaban casi todos los judíos que quedaban en el barrio. No los volvería a ver jamás.
No supo más de los chiquillos y todas las noches sufría por ellos en la terrible soledad de las frías paredes de Treblinka, donde milagrosamente sobrevivió cuatro años.
Cuando los aliados liberaron a Europa, la guerra apenas había comenzado para Chaim. No había para él lugar en el mundo. Vagó semanas enteras de un campamento a otro. Pasó dos años buscando a su esposa e hijos. En esa tarea sin posibilidades estuvo de un lado a otro del continente. Preguntó a rusos, estadounidenses, británicos, franceses y holandeses. Visitó cementerios, removió escombros y visitó los clausurados campos de exterminio, sin encontrar rastros de su familia.
La desesperación le empujó al alcohol y en una taberna holandesa conoció a un joven de la Liga Judía que le habló por primera vez de Palestina. Se embarcó en un
buque semanas después en Grecia y burlando la prohibición británica pudo desembarcar una madrugada, con un centenar de ancianos, mujeres y niños desamparados como él.
Su historia continuó unos minutos más. Habíamos terminado el desayuno y Pesaj me hizo señal de que nos fuéramos. Sentía detrás de mi algo extraño y pesado en el ambiente. Con la sola excepción mía y de Pesaj, todos los allí reunidos eran personas mayores marcados por aquella tormenta de odio que arropó a toda Europa y al resto del mundo. Todos miraban extrañamente al frente, absortos y temblorosos.
De regreso al hotel Pesaj me dijo que todos eran polacos y habían pasado por experiencias similares. En cierta forma la historia de Chaim era la de cada uno de ellos. Con cada palabra del tendero veían reproducir en los labios de otro su propia historia.
Había leído y he seguido leyendo cientos de relatos conmovedores sobre la matanza de seis millones de judíos y muchos otros millones de personas en esa etapa oscura de la humanidad que representó el nacional socialismo; un Tercer Reich que se creyó capaz de conquistar el mundo y dominar Europa por un milenio. Pero ninguna otra historia me mostró con tanto realismo el horror de ese periodo de la historia, porque con cada frase y gesto de Chaim podía imaginarme, como si estuvieran al frente de mis ojos, el calvario de las víctimas del odio, la discriminación y el racismo.
Con los años y a medida que se ha ido agudizando el conflicto en el Oriente Medio el antisemitismo ha intentado justificar el Holocausto sobre la pretensión de que la crisis económica y de confianza que hundió a Alemania tras la Primera Guerra Mundial, era el resultado de una conspiración judía y no del conflicto mismo y las condiciones de la rendición en el tratado que puso fin a la guerra. Sin embargo, está hartamente documentado que la llamada “solución final del problema judío”, que sirvió de plataforma a la creación de los campos de exterminios en toda la geografía controlada por los nazis, era un objetivo fundamental del régimen.
Uno de los principales ideólogos y ejecutor de tan diabólico propósito, el médico alemán Josef Mengele, a quien llegó a llamársele “el ángel de la muerte”, por sus experimentos con seres humanos en los campos de exterminios, escribió:
“Cuando nace un niño judío no sé qué hacer con él: no puedo dejarlo en libertad, pues no existen los judíos libres, no puedo permitirles que vivan en el campamento, pues no contamos con las instalaciones que permitan su normal desarrollo y no sería humanitario enviarlos a los hornos sin permitir que la madre estuviera allí para presenciar su muerte. Por eso envío juntos a la madre y a la criatura”.
Cuando las primeras tropas aliadas, compuestas por británicos y canadienses, alcanzaron las puertas del campo de exterminio de Bergen-Belsen, no podian imaginarse lo que allí encontrarían. Lo mismo sucedía en un campo tras otro. Cuentan que al visitar uno de ellos, el comandante en jefe Dwight Eisenhower, luego presidente de Estados Unidos, ordenó que se tomaran cuantas fotos y vídeos fueran necesarios para documentar lo que allí se vivió porque, llegaría un día, como hemos visto en los años recientes, en que “algún hijo de puta dirá que nada de esto ha pasado”.
Por eso, para que no se olvide, para que viva perennemente como una alarma contra cualquier amenaza similar, se celebra en el Día Internacional del Holocausto.
El 1 de noviembre del 2005, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución en virtud de la cual se fijó el 30 de enero de cada año, como el día de recordación de ese hecho histórico, en homenaje y en memoria de los millones de hombres, mujeres y niños víctimas del odio; resolución que rechaza también toda negación del hecho, sea parcial o total.
La resolución condena y rechaza, además, toda manifestación de intolerancia religiosa, incitación, acoso o violencia contra personas o comunidades basadas en el origen étnico o las creencias religiosas, dondequiera que tengan lugar.
Permítanme citar varias sentencias que describen en toda su esencia y dimensión lo que fue el irracional propósito que hizo posible el más grande y brutal
genocidio de la historia. Hermann Wilhem Goering, lugarteniente de Hitler, jefe de la aviación y segundo en la jerarquía nazi, consciente de cuanto ellos hacían dijo: “Si perdemos esta guerra, que Dios tenga piedad de nosotros”.
Y en otro momento dijo: “Mis decisiones no se verán obstaculizadas por la burocracia. No tengo que preocuparme de la justicia, mi misión es destruir y exterminar, nada más”.
Heinrich Himmler, el temible jefe de las SS, apuntó: “La orden de solucionar el problema judío es la más terrible orden que una organización podía jamás recibir”, sobre la cual también escribió a sus soldados: “Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es algo sobrehumano, esperamos que seáis entonces sobrehumanamente inhumanos”.
Los sobrevivientes de los campos testimoniaron que conscientes de lo que allí ocurría, el lema de los guardias de Auschwitz solía ser :” Aquí se entra por la puerta y se sale por la chimenea”.
Aunque en gran parte del mundo se observa hoy la resolución de la ONU en memoria de las víctimas del odio, ese odio aún sigue latente en muchos lugares. Por tal razón, la esperanza de que quienes hoy nos reunimos aquí, como aquellos que la observan en otros países, es que esa esa ráfaga de violencia irracional quede sepultada para siempre. Muchas gracias.