La hora del regreso

La hora del regreso

Estoy convencido de que saldremos adelante justo en el momento en que volvamos a tomar conciencia de nuestro poder, recuperemos las ideas y seamos capaces de reparar tanta injusticia.

Hemos sucumbido al pensamiento único y domeñado nuestro espíritu crítico hasta convertir la cultura en una herramienta más del poder, un medio de comunicación de masas, una industria global carente de ideas y de propuestas de transformación y cambio de esta realidad tan esquiva, y tan virtual, que nos somete y condiciona hasta hacernos dudar de todo, incluso de nosotros mismos; un mercadillo global para el consumo compulsivo y constante en el que todo se compra y se vende, desde las encuesta al voto…  desde la dignidad hasta la propia vida, saldo en oferta de una conciencia y condición, de un espíritu que un día nos hizo libres y que hoy languidece atrapado en un presente inhóspito, incapaz de reconocerse en el pasado e impotente para inventarse otro futuro.

Este relativismo en el que nos sumergimos y en el que sobrevivimos a duras penas, sin ética, acoplándonos al espacio que nos dejan, como si nadáramos en un océano amniótico y nuestras moléculas se adaptasen al volumen y dimensión de una sociedad enferma, metástasis del mal de una época, no es más que el rostro atroz de un conformismo que nos destruye y nos hace perder nuestra identidad hasta el punto de que cuando el espejo de la vida devuelve nuestra imagen reflejada no sabemos si la realidad que percibimos con nuestros sentidos, las cosas que podemos ver, oír, oler, gustar o tocar, todo ese universo existencial que nos sirve de referencia en nuestro devenir cotidiano, es real o ficticio, soñado o temido, tal vez imaginado, una conciencia cibernética que, al intentar emularnos en nuestra moralidad, confunde el deseo con las ganas, el dolor con la pasión y el amor con la felicidad, todo un universo de los sentidos que al despreciar los sentimientos sólo puede contribuir a acercarnos las paredes hasta convertirlas en una celda de la que no podemos escapar.

 Nuestra claudicación es sin condiciones. Aceptamos lo que nos venga porque ya no hay salida ni posibilidad de escape. Al final, vamos a terminar pretendiendo luchar contra la crisis de un sistema agónico cuando lo único que logramos es reforzar un sistema que está en crisis.

 Hasta que no consigamos perder el respeto a ese poder absoluto que nos somete no empezaremos a ser libres, pero para saber qué queremos, a dónde vamos. El poder tampoco lo sabe, pero se empeña en mantener los privilegios sin importarle lo más mínimo lo insostenible de su empeño. Cada vez se derrumban más cosas, se destruyen más derechos.

Es el desmoronamiento de principios como la justicia, la dignidad y la libertad, todos los valores que sostuvieron el sistema democrático y que han sido reemplazados en medio del más absoluto descrédito por la corrupción y la codicia, la ambición sin límites, un totalitarismo con alma mercantilista que se alza sobre la sinrazón y el miedo y se alimenta de nuestra rendición, de nuestra renuncia. Sin embargo, estoy convencido de que saldremos de ésta, que la crisis tocará fondo y que la vida continuará con nosotros de protagonista aunque sea ella misma la que escriba el guión. Será el momento de limar el sufrimiento distribuyendo con equidad tanto sacrificio.

También será la hora del regreso de las ideas y de humanizar los mercados para que sirvan al hombre y no al contrario. Sería necesario igualmente reparar las injusticias y devolver la dignidad a los que se les ha arrebatado todo. Ser de nuevo conscientes de nuestra propia existencia, de nuestro poder. Admitir que es tan importante hacer como hacerse y actuar en consecuencia. A lo único que aspiro ahora es a ser recordado como un aprendiz de mí mismo que cree ciegamente que otro mundo es posible.

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