Un Sábado Santo, durante el momento de la consagración, vino a mi memoria un relato histórico, que desde ese momento me comprometí a compartir con ustedes. En 1692 una expedición armada enviada por las autoridades de la ciudad de Santo Domingo ascendió por las márgenes del río Nizao hasta llegar a las lomas de El Maniel, hoy San José de Ocoa, en búsqueda de esclavos negros que habían escapado muchos años antes de sus amos, los dueños de ingenios, para poner en práctica el cimarronaje. De tiempo en tiempo bajaban de su maniel para robar en los ingenios y para capturar negras con quienes luego se amancebarían en las lomas.
Los españoles lograron quemar un pueblo de estos alzados de más de 60 bohíos, incluyendo uno “a título de iglesia, donde al parecer se idolatraba, adorando ídolos en figura de imágenes y oyendo misa que decían ellos que lo era de un negro que se fingía entre ellos sacerdote”.
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En este documento recogido por Fray Cipriano de Utrera, se agrega que el que hacía las veces de sacerdote utilizaba “el modo de ornamentos de un árbol que llaman jagüey”, con esto se cubría la espalda y el pecho, y que hoy es (precisamente) mejor conocido como higo cimarrón. Según los Cronistas de Indias de su corteza indios y españoles hacían cuerdas y hasta alpargatas. Las raíces aéreas del higo cimarrón producen unas barbas o lianas con las cuales presumimos confeccionaban algún tipo de vestimenta sacerdotal. En adición este sacerdote se servía de “un pedazo de barro del tamaño y redondez de una hostia con que fingía celebrar”.
Pero Fray Cipriano, en 1921, tomó del anciano Ramón Landestoy Bobadilla, una preciosa tradición oral que confirma el documento histórico anterior: “Cuando los negros vivían cimarrones en los montes de El Maniel, tenían rey y cura y este último decía misa revestido de ornamentos y en ella consagraba una hostia que era una gran torta de casabe”.
Para mí esta imagen de africanos que habían logrado su libertad, quienes previamente habían adoptado la religión católica de sus amos, repitiendo en sus lomas la misa que habían aprendido en los ingenios y utilizando en sustitución de la hostia, que no poseían, el alimento principal de los indios taínos, representa la mejor simbiosis de los elementos culturales de nosotros los dominicanos. Es un símbolo de nuestro mestizaje, de nuestra hibridación.
Precisamente por televisión escuché ayer que los dominicanos somos “de pura cepa” como si fuésemos señoritos andaluces. Forma parte de una campaña electoral del Gobierno que utiliza oblicuamente el tema anti haitiano para conseguir votos, tal y como lo hacía Joaquín Balaguer cuando acusaba a su principal contrincante en las elecciones de 1994, José Francisco Peña Gómez, de querer “unificar la isla” al ser hijo de padres haitianos. Otro anuncio en el mismo sentido, pero ahora más equivocado, dice que “somos dominicanos hasta la tambora”, cuando la tambora y los atabales nos hacen rememorar nuestra otra patria: la africana.
Cuando dirigí la Academia Dominicana de la Historia logré recursos para que la National Geographic Society tomara muestras de la saliva de más de mil dominicanos repartidos por todo el país para determinar nuestro ADN, donde está la información genética de cada dominicano. El resultado fue que las dos terceras partes de nuestros compatriotas son mulatos, con sangre europea y africana, mientras que los “puros” negros y “puros” blancos representan una minoría. Si lo medimos por la proporción de la población, somos la “comunidad mulata” (¡gracias Corpito!) más importante del mundo. Muchos dominicanos, incluyendo a este autor, se sienten orgullosos de que nuestro actual presidente tuvo un abuelo que nació en el Líbano. Sin embargo, los dominicanos se esconden tras la “máscara” de llamarse indios, en vez de mulatos, y solo se dan cuenta de eso cuando se trasladan a vivir a Norteamérica o Europa. Allí se trata a la mayoría como mulatos.