La identidad salvada (2)

La identidad salvada  (2)

Un día, uno de estos vejetes con mostacho, quien hablaba un inglés estrafalario, se presentó en la casa de sus padres y les contó los “actos vandálicos en que había participado con otros jovenzuelos irrespetuosos y atrevidos, pero que no eran griegos como el pequeño Niko; es imperdonable que uno de los nuestros dañe la fruta con que nos ganamos la vida los que hemos venido de Creta”. Con estas palabras, aproximadamente, expresó sus quejas el comerciante damnificado. El padre del niño acordó que este trabajaría gratuitamente durante un mes en el negocio del viejo cretense, para compensar de ese modo las pérdidas económicas “de tanta mercancía dañada”.

Cada mañana, al llegar el mediodía, el anciano cerraba las puertas del negocio, ponía un gastado letrero que decía: toque el timbre; entonces servía al niño un cubilete de aceitunas, colocaba delante de él un plato con rebanadas de pan, una botella de aceite de oliva. Después traía una bandeja con ensalada y se sentaba también a comer. Le explicaba las distintas maneras de sazonar las aceitunas que eran tradición entre los griegos; le mostró, en un mapa, la península del Peloponeso y la isla de Creta. Con cada bocado hacía una historia acerca del queso de cabra o sobre la forma de salar y condimentar las anchoas.
A la hora de la cena era lo mismo pero, además, el viejo ponía música en un fonógrafo, levantaba los brazos y daba algunos vacilantes pasos de baile. Luego bebía un vaso de vino. El futuro escritor norteamericano descubrió que los almuerzos y las cenas costaban más que las cajas de higos que habían rodado a la cuneta. Decidió entonces cargar y ordenar las pacas de conservas, barrer los pasillos de la tienda, vigilar las puertas para evitar robos, sacar afuera las bolsas de basura.
Antes de cumplir dos semanas, comenzó a despedirse con un beso de su patrón-anfitrión. A la tercera semana hizo un descubrimiento sensacional: muchas de las palabras que aprendía en la escuela, estudiando la historia y los rudimentos de las ciencias naturales, procedían de Grecia. Los pobrecitos griegos habían inventado esas palabras mucho antes que los ingleses las adoptaran, las reformaran o las “robaran”, como prefería decir el tendero.

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