La importancia de llamarse…

La importancia de llamarse…

ANA ALMONTE
He aquí, y apropiándonos en gran medida del título que corresponde a una obra universal, de la sabiduría de Oscar Wilde, que una vez un hombre quiso servir al Estado, pero aquel no aspiraba, y era su derecho, a convertirse en un simple asalariado público. Osado, artillado de gracia y mañas que esquematizan a un buen buscón, elaboró un plan con el que edificaría su destino como futuro político. Para tales propósitos fue paciente seleccionando una estrategia de ataque.

Primero, se sirvió del poder que otorga la palabra cortejada y así engordar con alabanzas los egos de aquellos líderes que con discursos populistas engatusan, generalmente, a un pueblo hambriento del más certero mentir.

Acto seguido, ese hombre, disfrazado de humildad, fue víctima de las calamidades que atropellan al huérfano de relaciones dentro de una burocracia estatal. Negaronle en pasadas gestiones el paraíso que confieren los privilegios materiales y, por qué no, hasta de aquello que conforma la moral.

Cabizbajo, fuera del anillo coyuntural donde se fermenta el asentimiento, no le falleció el brillo codicioso en sus ojos, jamás mermó el garbo «verbístico» para quienes lo calificaban de ser un perdedor puesto que, más temprano que tarde, simulándose el dormido, hundiría al mejor postor la daga que, según su maquinales objetivos, lo conduciría al triunfo.

Siguiendo con su sistematización, se amistó con gente de autoridad a la que arrojaba lisonjas. En su afán de aceptación, trató de convencerlos de su desenvolvimiento ante uno que otro tema que en la vida pública, regularmente, dispone de trascendencia cuando se relaciona con países subdesarrollados y de pobreza extrema.

Y un día, finalizado un torneo electoral, llegó su turno: lo promovieron, «de acuerdo a su capacidad curricular», a funcionario.

Una vez funcionario salió del ocultismo que se arraiga en el llanto quejumbroso de la necesidad con el bla, bla, bla y sólo quería saber de adulones y prebendas con las que construiría su propia corte. Cambiando en actitud y portando siempre el título de Ministro, podía libremente omitir su mediocridad ante un grupo; jamás ante sí mismo.

Sabía que la comedia «chavacanerista», distribuida en el quehacer político, apenas empezaba bajo la palabra cambió y que él se convertía en pieza de ese escenario. Debía servirse del poder, esto lo tomó como himno imponiendo su arrogancia a otros a través del «pisoteo». No obstante, este funcionario, diluido en una especie de «cesarismo», donde se es, dependiendo del cómo llamarse «fulanito», aún no parece cotejar, que ningún cargo por muy ilustre que parezca, ofertando gracias a enlaces políticos, eleva al hombre en término humano, a algo más allá de lo ilusorio, de la fragilidad que produce lo mimético, empleando palabras de Tatarkiewicz. En consecuencia, tampoco es extraño apuntar que por gravedad en el mundo superfluo de los vivos, aquello que sube, algún día, algún día…

Publicaciones Relacionadas

Más leídas