Desafiar lo evidente. La importancia de nombrar los derechos de las mujeres

Desafiar lo evidente. La importancia de nombrar los derechos de las mujeres

Muchas veces usamos palabras como si su significado fuera claro para todas las personas, cuando la realidad es que cada quien las entiende a su manera. Por ejemplo: “Derechos humanos”. Dos vocablos que deberían abrazar todas las vidas sin excepción, pero que a menudo excluyen, olvidan o simplemente postergan. 

Cuando a esa fórmula se le añade “de las mujeres”, lo que en teoría debería expandirse en justicia, se encoge en disputas, silencios y deudas antiguas. No es casual. Nombrar los derechos humanos de las mujeres no es repetir un enunciado jurídico; es exigir una memoria viva de luchas, es abrir un reclamo político, es interpelar la historia misma de los derechos humanos desde su omisión original.

Durante siglos, y aún hoy en demasiados espacios, se nos ha enseñado que lo universal era masculino. Que la libertad tenía corbata. Que la ciudadanía llevaba pantalones. Y que el cuerpo de las mujeres, sus ideas, sus cuidados, su trabajo y sus dolores, eran asuntos secundarios o privados, no temas de derecho, sino de costumbre. 

De eso habla el derecho internacional cuando, en instrumentos como la CEDAW o la Convención de Belém do Pará, intenta reparar esa exclusión sistemática con nombres, con definiciones, con mecanismos que reconozcan que la violencia contra las mujeres es una forma específica y estructural de violación de derechos humanos. Sin embargo, no basta con firmar tratados si el eco de esos compromisos no llega a las esquinas donde todavía se mata, se mutila, se acalla o se impide vivir con dignidad.

Los estereotipos de género —esos moldes invisibles que dicen cómo debemos ser, vestir, hablar, amar o callar— no son inocentes. Son el primer eslabón de la cadena que lleva al desprecio, la discriminación y, en muchos casos, al feminicidio. Combatirlos no es una batalla cultural aislada, es una exigencia jurídica. 

Los derechos humanos de las mujeres no son “una agenda aparte”. Son el núcleo de cualquier democracia que se pretenda justa. Hablar de estos derechos implica interrogar los mecanismos de impunidad, la fragilidad de los sistemas de justicia, la desprotección estructural de quienes viven múltiples discriminaciones.

Por eso, los Estados deben ser medidos, vigilados, interpelados. ¿Qué avances han hecho? ¿Qué mecanismos han implementado? ¿Qué indicadores demuestran que la Convención de Belém do Pará no es solo un papel firmado, sino una promesa viva? De eso trata también el seguimiento. No de burocracia, sino de ética.

Nombrar los derechos humanos de las mujeres es un acto de memoria y de futuro. Es decir: nos pertenecen porque siempre nos pertenecieron, aunque nos los hayan negado, pero también porque sin ellos no hay mañana justo posible. 

No puede haber paz si no hay igualdad. No puede haber democracia si se violenta el cuerpo y la vida de más de la mitad de la humanidad. Escribimos, estudiamos, exigimos. Sabemos que lo personal es político, y también que lo jurídico puede ser poético si empieza a escribir, por fin, la historia de todas.

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