La importancia de pasear sin pantallas y de leer
la Biblia

La importancia de pasear sin pantallas y de leer <BR>la Biblia

POR MIGUEL D. MENA
Tendrán la Biblia abierta en el salmo 23, con la hoja llena de polvo y detrás algún velón.
El tiempo no les dará para irse al Eclesiastés e implicarse emocionalmente en uno de los capítulos más hermosos. “Todo es vanidad”, se nos dice.

Veo a Santo Domingo y su afán de prestigio, una de las peores herencias de aquella raza de conquistadores, y no veo manera de dialogar con los que construyen las edificaciones y fundamentan la República para valorar un espacio donde el ser sea el ser humano y no la lógica de los beneficios. ¿Se tiene que estar ganando siempre?

Nuestras ciudades se elevan.

Todo es plano: la imagen de la ciudad, la pantalla televisiva, la plana del periódico.

En ese espacio vamos subrayando nuestros deseos, sueños, días, esperanzas, maledicencias, afanes. Queremos confirmar, recrear, encontrar, algo que nos diga que esta circularidad no acabará atragantándonos.

El día comienza con la apertura del e-mail, a ver si hemos sido premiados con algo más que spams y alertas de virus. Continúa con la radio y sus especialistas azucarándonos o salándonos las primeras energías. Luego sigue con las esperas frente al semáforo, el sudor que te coge en alguna parte del pescuezo, la confirmación de que el celular funciona y de que algún vendedor de lo que están en la esquina también funciona.

El país, los políticos, las obras, los encuentros, las declaraciones, nos pasan al lado como ráfagas o coordenadas o líneas que hay que olvidar o saltar o asumir o lo que usted considere de lugar.

Las noches y los fines de semana son el espacio para la pantalla de siempre.

Mientras media humanidad se enfrenta a la pantalla de siempre, pienso en lo que está afuera y que vive sin pantalla, en las calles y en los consumidores y ciudadanos y seres que escapan al control remoto.

No es fácil pensar la cotidianidad y sus alcances. En mis años de Sociología en la UASD, hablar de la cotidianidad era casi un sacrilegio. Las lecturas de Agnes Heller, Michel Foucault, Gilles Deleuze y Henri Lefebvre, tenían que producirse fuera del aula.

Sin una valoración académica de la cotidianidad, ¿cómo apreciar ese día a día sin sentir que se está hablando anecdóticamente?

Si por el lado académico la cotidianidad no se leía, desde el cristiano la empresa se dificultaría. Aquí lo cristiano se frisa en los cánones eclesiásticos, es decir, la Biblia es sólo cuestión de Navidad, Semana Santa y Pascua.

Vuelvo al Eclesiastés y a la posibilidad de fundar una ética que nos permita valorar la relación de la persona con sus edificaciones, del sentido frágil del tiempo y de la noción anticristiana de trascendencia.

El cristianismo es la única religión que toma lo urbano como fundamento de su existencia. Así creó a Occidente. Desde los profetas, el pensamiento no ha hecho más que plantearse la búsqueda de un sentido para ser y hacer. Al igual que el islamismo y el budismo, para sólo hablar de las otras dos grandes creencias, el cristianismo se plantea en su esencia lo perecedero del mundo y las ilusiones de creer en una trascendencia terrenal.

Para las grandes religiones la vida es una ilusión.

Max Weber estudió en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” (1904-1910) la forma en que el capitalismo fue moldeado por cierto ascetismo cristiano, desde la instauración de las ocho horas de trabajo por los monjes benedictinos, el ideal del ora et labora, la noción del esfuerzo y el ahorro como gracia divina.

En el caso dominicano habría que volver a plantearse el fundamento de nuestros valores cristianos. Habría que comenzar a pensar en la posibilidad de hacer de lo terrenal una variable que no se agote en la visión de simple trampolín para lo eterno. Habría que bajarle los decibeles al culto bíblico y volver a la desnudez del ser, a la soledad, a la esquina del silencio, al mundo sin pantalla, a las figuras de Babilonia y la Nueva Jerusalén.

Estamos entre Eróstrato y Pablo, entre aquel que quiere eternizar su ego y el otro que sólo se siente transmisor de una palabra de solidaridad y comprensión comunitaria. En estos tiempos vivimos y sufrimos una grave pérdida de sentidos. No tenemos carros bombas como en Irak, ni suicidas como en Israel ni talibanes afganos. En su lugar, tenemos una miseria que arropa y aturde, unos medios de comunicación que confirman una cultura de la violencia, una liviandad en las palabras que aturde, una falta de vocación de cambiar en lo poco y lo anónimo. El optimismo es un bien escaso. La sensación es la de vivir en una isla-yola.

Hay cambios electorales que motivan cierta esperanza, y también está el reto del compromiso.

Creo en la capacidad, y más aún, en la necesidad de un principio de alegría para ser y hacer. Vivimos una cultura de la queja y de las víctimas, donde es más fácil ser un profesional del Apocalipsis que un mensajero de la festividad comunitaria.

No obstante semejante paisaje lunar, y sin necesidad de idealizar al dominicano, creo también que hay un mundo local que crea, se recrea y asume valores de solidaridad y de amor. Para sentirlo, sólo hay que trascender las pantallas y tal vez recuperar aquel verso del Eclesiastés y pensar que si todo es vanidad, al menos podemos hacer de estos escasos años en la tierra un espacio de todos y para todos.

http://www.cielonaranja.com
Espacio ::: Pensamiento :::
Caribe ::: Dominicano

Publicaciones Relacionadas

Más leídas