La impunidad, ¿cómo acabar con ese flagelo?

La impunidad, ¿cómo acabar con ese flagelo?

JOSÉ BÁEZ GUERRERO
Cualquiera creerá que voy a referirme nueva vez a los casos judiciales por las quiebras bancarias del 2003, pero la verdad es que la impunidad, o falta de castigo a las violaciones de la ley, afecta prácticamente todas las áreas de la vida de los dominicanos. Desde el olímpico desprecio por las leyes de tránsito que exhiben muchos conductores hasta la folklórica actitud de los policías frente a cuyas narices los motoristas se roban la luz en rojo de los semáforos, la impunidad se desborda hasta casi todos los lugares públicos, con flagrantes ejemplos que a veces pasan desapercibidos o son tratados con displicencia porque se trata de cosa ordinaria.

Pero quizás la mejor manera de contribuir a que tengamos un mejor país, donde se respeten las leyes y desaparezca la impunidad, es que cada agraviado recurra al amparo de la Justicia para reclamar el respeto a sus derechos. La sanción judicial, cuando a veces no hay sanción social porque cualquier trasgresión es vista con deportiva despreocupación por amigos y conocidos de los malandrines, es la esperanza de quienes deseen enderezar entuertos.

Y precisamente eso ha hecho mi hermano Fernando, uno de cuyos hijos, menor de edad, fue brutalmente golpeado por un adulto. Mi cuñada Nancy lo cuenta así: «El sábado 15 de septiembre pasado mi hijo se encontraba en horas de la noche en Pizzarelli con un grupo de amiguitos del colegio, tres hembras y tres varones incluido él, y compartían alegremente, riendo como siempre están los muchachos de su edad, cuando entró al establecimiento el señor Gamal Haché Pérez, propietario del restaurante Sophia’s, y le pareció (equivocadamente) que se estaban riendo de él, les reclamó y pese a que ellos le aclararon que no era así y que no tenían por qué reírse de él, este señor se acercó de nuevo y golpeó en el ojo derecho a mi hijo de 17 años, que usa lentes, cortándolo en tres sitios diferentes del ojo con los mismos lentes».

Tras los trompones, el manganzón abusador se marchó del lugar y luego regresó dizque a pedir excusas porque no sabia quién era el papá de su víctima, amigo desde hace más de tres décadas del papá suyo. «O sea  se pregunta mi cuñada Nancy   que si fuera otro el papá, algún desconocido, ¿el señor Haché tendría derecho a maltratarlo?». Según los muchos testigos, mi sobrino nunca respondió a la agresión gratuita, no por cobardía sino por prudencia, pues todos los presentes pudieron percatarse de que el señor Haché lucía estar raro, fuera de sí, sin control de sus cabales.

¿Y cómo puede ser que un hombre adulto, en medio de un arrebato de insensatez, con los ojos vidriosos como los pericos, crea que porque le molesta la risa de seis jovencitos, puede andar dando trompones como si en este país la risa estuviera prohibida?

Mi hermano Fernando ha contratado abogados para someter a la Justicia al agresor de su hijo menor, y ya el señor Haché Pérez ha sido citado por la Fiscalía del Distrito Nacional para que responda por el bajísimo acto de golpear injustificadamente a un menor de edad en un sitio público.

La sociedad dominicana debe abrir los ojos ante este tipo de abusos, pues este no es un caso aislado. La prensa trae frecuentes crónicas de incidentes parecidos en que hombres con ojos vidriosos pasan de dar trompadas a ofrecer o dar tiros. Si revisamos los periódicos del último año, estos hombrecitos malcriados han cometido innumerables tropelías en contra de ciudadanos de diferentes estratos sociales. En este caso, como se dio cuenta después de sus cobardes trompones, el agresor se equivocó de víctima, pues sus padres, y yo como su tío, buscaremos por todas las vías legales que este abusador reciba todo el peso de la ley. Mi hermano me dijo: «lo llevaré en los tribunales hasta las ultimas consecuencias, si funciona la justicia dominicana».

Pocas veces trato cuestiones personales en mi columna, pero el que la víctima sea mi sobrino no deja de merecer la atención de este periodista. Quiera Dios que la Justicia funcione. Mientras tanto, el repudio, y quizás hasta el escarnio…

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