La inamovilidad de los jueces

La inamovilidad de los jueces

EDUARDO JORGE PRATS
La inamovilidad de los jueces en sus cargos es un principio fundamental del régimen republicano de separación de poderes. En efecto, un juez cuya permanencia en sus funciones dependa del favor de los poderes políticos del Estado es un juez que no tendrá la independencia suficiente para fallar con imparcialidad los casos que toquen de un modo u otro a esos poderes. Por eso, fue un hito extraordinario la consagración en la reforma constitucional de 1994 de este dogma basilar de todo Estado Constitucional de Derecho y su reafirmación en 1998 por la Suprema Corte de Justicia al anular por inconstitucionales las disposiciones de la Ley de Carrera Judicial que establecían un período judicial de cuatro años.

Pero aquella sentencia que tanta polémica originó tenía dos fallas conceptuales que, a nuestro modo de ver, originan en gran medida la controversia en torno al retiro del magistrado Pedro Romero Confesor. La primera es que nuestro más alto tribunal de justicia entendió que la inamovilidad no es incompatible con el retiro obligatorio en las edades establecidas en la Ley de Carrera Judicial. Con este entendimiento, la Suprema Corte se adhirió, sin decirlo, a la opinión del constitucionalista alemán Kart Loewenstein y contradijo la tradición constitucional dominicana, inspirada en la angloamericana y expuesta por Eugenio María de Hostos. Según Hostos, la inamovilidad implica “tenure for life”, es decir, que los cargos judiciales deben “durar mientras dure la buena conducta del funcionario que los desempeñe”. Conforme esta concepción, las edades de retiro establecidas en la ley deben ser entendidas como edades a partir de las cuales los magistrados pueden acogerse voluntariamente al retiro y a los beneficios inherentes a éste.

El segundo fallo conceptual de la sentencia es que distinguió entre aquellos magistrados que habían sido designados en la Suprema Corte con anterioridad a la entrada en vigor de la Ley de Carrera Judicial y los que fueron designados después. Tal dictamen contradice el principio de la aplicación inmediata de la ley a las situaciones en curso y crea una notoria desigualdad entre los magistrados de la Suprema Corte respecto a su estatuto en el cargo.

Ahora bien, a menos que la Suprema Corte por nueva sentencia varíe su criterio, la decisión de ésta debe ser acatada no porque nuestro más alto tribunal de justicia sea infalible sino porque sus decisiones son definitivas. Mientras tanto, el Consejo Nacional de la Magistratura puede reunirse y sustituir a aquellos jueces que han alcanzado la edad de retiro y que fueron designados con posterioridad a la entrada en vigor de la Ley de Carrera Judicial.

Lógicamente la posibilidad de que el Consejo se reúna despierta temores y suspicacias en una ciudadanía hastiada de que los partidos manipulen las instituciones independientes y autónomas a su antojo. Por eso hay que insistir en la necesidad de que el proceso de designación de los jueces de la Suprema Corte sea abierto, transparente y participativo. Ello implica que las organizaciones ciudadanas puedan someter propuestas de candidatos a las magistraturas supremas, que se conozcan y debatan los antecedentes profesionales de los candidatos, y que se sepa cuál es la ideología judicial de éstos.

Es una ilusión pretender que los jueces sean políticamente inodoros e incoloros. De hecho los jueces tienen un derecho fundamental a militar en partidos políticos, aunque la ley les puede prohibir ejercer cargos directivos en agrupaciones políticas. Pero prohibir la militancia política de los jueces puede burlarse a través de la militancia clandestina y no evita que la política esté presente en sus decisiones. La “asepsia judicial” lo que esconde en el fondo es una posición reaccionaria que contradice el principio democrático de gobierno.

La Suprema Corte debe ser expresión del pluralismo y la diversidad ideológica de la sociedad dominicana. Esta debe estar integrada por magistrados de carrera salidos de las cortes de apelación, de profesionales de renombre y trayectoria acrisolada, de expertos en las más diversas ramas del saber jurídico, de hombres y mujeres con vínculos claros y sólidos con la sociedad en la que viven. La designación de los magistrados supremos es un evento político en cualquier sociedad democrática y no debe ser la obra de conciliábulos de aposento.

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