La India del Río Boyá

La India del Río Boyá

POR PASTOR VÁSQUEZ
Todavía en mi niñez rondaban por estas tierras machombas, ciguapas y unas indias que vivían en las profundidades de las aguas y en las tardecitas de otoño salían a alumbrarse con los rayos del crepúsculo y se arreglaban el pelo con un peine de oro. La historia que les contaré esta noche de tertulia pasó un tiempo después de que mi familia viniera de Mojarra, y en Mojarra también yo comencé a escuchar las mismas historias desde los más rosados días de mi niñez.

Por eso corrí ese día, como un loco, despavorido, lleno de miedo, llevando en mis brazos a mi sobrino. Todos los muchachos del pueblo corrieron y corrieron en desbandada turbulenta, entre postreros, cafetales y cañaverales.

Tal vez ustedes no me crean, porque entre los contertulios veo muchos ojos de escepticismo. Ese día salió esa india y yo no puedo decir que venía del fondo del lago, porque cuando la divisé caminaba mojada por la orilla y ya no hubo tiempo a ver más…

Más acá de Rancho Arriba está el lago Manatí. El viejo Pinta Negra contaba que abajo del lago vivía una población de indígenas que huyeron de los españoles en los años tales y que aprendieron a respirar como los peces. No comían con sal.

“Sí, señor, si se lo llevan a usted, más nunca regresa. Sólo uno se escapa si logra comer con sal”, contó el viejo con un horrendo rostro de misterio, una noche que no había luna.

Y así, esa tarde jugábamos felices en las frías aguas de Manatí, que eran tan frías y enigmáticas como las aguas de La Flamenca o la Cenea, donde se dice cayó la famosa yunta de buey aquella el día de Corpus Crhisti. Entonces apareció esa mujer, de piel acanelada, pelo lacio, totalmente desnuda, y se armó el despelote.

La noticia llegó al batey revestida de las más variadas fábulas. Uno dijo que vio el peine en sus manos, otro dijo que la india estaba llena de oro, otro dijo que el pelo le llegaba a los pies y yo dije que la mujer tenía todos los dientes de oro.

A poquito corrió todo el vecindario, y después vinieron del pueblo, vino el padre Clemente en su Jeep Land-Rover, y salieron los estudiantes de la escuela y hasta el sargento Manzueta corrió, curioso, con su barriga de higuero, al lugar de los hechos para hacer su reporte a las autoridades. ¡Todo por la patria!

La mujer estaba retirada del lago y ahora avanzaba por el trillo de los Torres cuando se topó con la multitud.

“Atrás, carajo, atrás, tú, hereje, a nadie arrastrarás a tu caverna acuática”. Era Benigno, el catequista, quien hablaba con un crucifijo en la mano izquierda y una rama de albahaca en la derecha.

Ante las palabras de Benigno la india sonrió y extendió su mano hacia la multitud. Entonces comenzó de nuevo el corre-corre y Benigno perdió el sombrero cuando picó en polvorosa. La gente se estacionó a una distancia prudente y la mujer comenzó a bailar, mientras el pueblo rezaba.

Después llegó el padre Clemente y tomó el mando de la situación junto al sargento Manzueta. Ya estaba oscureciendo. El padre Clemente abrió la Biblia y en eso pasó blanquito el boyero y preguntó que ocurría allí.

“Una india que salió del lago, y Blanquito el boyero se acercó con su escopeta. Todos miraban asombrados. Tomó a la mujer por un brazo y la tapó con su capa de montar.

“Buenos pendejos, dispense padre, esa es la mujer de un boyero cibaeño que vive en Río Boya y se puso así después de un parto”.

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!, gritó al unísono la multitud mientras Blanquito se abría paso con la mujer entre los curiosos.

“Dispense Don Blanquito, ¿de dónde trajo ese cibaeño a esa india?” preguntó Benigno cuando ya Blanquito se iba montar en su mula.

“Ella, coño, come con sal, buen pendejo”, dijo Blanquito y de inmediato puso el pie en el estribo y se fue en su mula morena.

ceyba@hotmail.com

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