El primer imperio que marcó las directrices de la industrialización moderna indudablemente fue el imperio británico. Por consiguiente, la primacía y permanencia de dicho imperio dependía en gran medida de que su hegemonía económica no fuera superada por un modelo de desarrollo industrial superior. Sin embargo, los ojos del mundo estaban puestos al otro lado del Atlántico Norte, donde una antigua colonia británica había derrotado aquel imperio, enarbolando ideales democráticos y nuevo modelo económico que quería dejar de lado al feudalismo.
El primer secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Alexander Hamilton, lo explica de manera muy detallada en los Papeles Federalistas, de que: los ojos del mundo estaban puesto sobre la República estadounidense después de sellar su victoria sobre el imperio británico en el año 1783. Asimismo, la corona británica y sus aliados que compartían su visión autocrática, entendieron que el proceso revolucionario estadounidense estaba destinado al fracaso. Por tal razón, hicieron lo indecible para que así fuera desde guerras económicas hasta el financiamiento de revueltas populares y ataques a los indígenas. De igual manera, aquellas naciones que sufrían el yugo opresor británico albergaban la esperanza de que el proceso revolucionario estadounidense saldría triunfante de sus primeras etapas de tribulaciones.
La visión de economía política de Alexander Hamilton tenía un contraste muy marcado con la visión de desarrollo del imperio británico para sus colonias y excolonias. En su informe sobre los fabricantes o Report on Manufacturers, Hamilton, explica de manera detallada que la naciente república necesitaba crear un Banco Nacional para así apalancar la deuda contraída por el país durante la Guerra de independencia, para que de esta manera el país pudiera emitir deuda soberana a una tasa óptima para financiar la agroindustria, manufactura, infraestructura, y los avances tecnológicos. Según esboza Hamilton en este informe, estos son los catalizadores principales para el desarrollo del naciente Estado, para no depender exclusivamente de las exportaciones de materias primas al imperio británico. De acuerdo con su visión, una política monetaria enfocada a favorecer al gran capital financiero haría de la nueva nación norteamericana, un país dependiente del imperio británico, y una nación agrícola esclavista hasta la eternidad.
La influencia del ideario económico de Hamilton facilitó el desarrollo industrial de otras naciones, debilitando así, no solo el papel hegemónico que ejercía el imperio británico sobre el capitalismo global sino también su impronta geopolítica imperial. En el caso de Alemania, debido a la fragmentación territorial de inicios del siglo XIX, fue de los últimos países de Europa Occidental en experimentar los avances de la Revolución industrial, adoptó la política económica de Hamilton, que fue conocida por los alemanes a través del profesor Friedrich List y Henry Carey. Tras conocer del pensamiento económico de Hamilton, sembraron el germen que permitió el proyecto de industrialización e independencia del imperio británico, facilitando el crédito gubernamental a favor del desarrollo industrial.
En el caso de Rusia, las ideas de Hamilton llegaron al país euroasiático en 1807, a través de su ministro de Finanzas, D.A. Guryev. Un poco mas tarde el escritor ruso, V. Malinovsky, describió el plan económico de Hamilton como perfecto para la economía rusa dada las similitudes geográficas, climáticas y de recursos naturales entre ambas naciones. Sin embargo, en el caso la industrialización no llegó hasta después del triunfo de la Revolución bolchevique, específicamente en la era de Stalin, porque los oligarcas probritánicos sabotearon el proceso manteniendo altos aranceles por un espacio de 30 años, entre 1825 y 1855, sin reformar los cimientos de los sectores agrícolas e industrial. Y, de paso, minaron las buenas relaciones diplomáticas entre Rusia y los Estados Unidos, que en primera instancia fue de los primeros países del mundo en apoyar la causa de la Unión en la Guerra civil estadounidense.
En cuanto al imperio japonés, su élite intelectual vino a conocer de las ideas de Alexander Hamilton para la década de los 1860, cuando realizaron un viaje por los Estados Unidos, Alemania y algunas partes de Europa Occidental, a su regreso a la nación nipona propusieron un plan integral de desarrollo industrial a 25 años en 1868 denominado: Restauración Meiji. Dicho plan contemplaba la creación de nueva carta magna, un parlamento, red de infraestructura ferroviaria, universidades, y en dicho período quintuplicar la producción agrícola e industrial. Un tiempo más tarde para el año 1873, Toshimichi Obuko, creó el Banco Nacional de Japón, el cual ayudó afianzar el proceso industrialización financiando la creación de corporaciones en sectores estratégicos para la economía como construcción, cemento, fertilizantes, naviera, etc.
Contexto imperial en el siglo XXI
En la actualidad, a diferencia del siglo XIX, donde solo existía un imperio hegemónico como en el caso del imperio británico, hoy día existen dos superpotencias con poderío militar y económico, enfrascadas en una nueva edición de la Guerra fría: los Estados Unidos y China. China se benefició enormemente de la apertura económica que vivió a partir de la década de los 70, fruto de la normalización de las relaciones con los Estados Unidos como medida estratégica de este último para debilitar el bloque socialista oriental, y por el flujo de capital a sus fronteras debido al proceso de desindustrialización que vivió la economía capitalista desarrollada en la década los 80, que priorizó más el capital financiero que la inversión en la economía real, hecho que tuvo su epicentro en los Estados Unidos, del que China fue el gran beneficiario.
Hoy, el poder hegemónico de ambas superpotencias se ha exacerbado a tal nivel que han llegado a punto de inflexión, que la única carta que quedaría sobre la mesa sería el estallido de un conflicto bélico. Este nuevo acercamiento entre China y los Estados Unidos, debe ser la antesala para entablar un diálogo cooperativo entre ambas naciones por el bien de la humanidad. Porque la historia nos ha enseñado que el imperio que sale triunfante es aquel que gana la Guerra tecnológica, que en consecuencia termina imponiéndose en el plano económico y geopolítico. Ambas naciones se encuentran inmersas en el dilema del prisionero que nos explica la teoría de juego, donde ambas partes están obligadas a cooperar entre sí en algunos aspectos esenciales. Sin embargo, cada una terminará jugando su propio juego, y saldrá victoriosa aquella nación que sepa manejar de manera impetuosa sus fortalezas en el ámbito financiero, económico, tecnológico social en yuxtaposición a una estrategia militar e imperial que podría llevar al mundo a los albores de un conflicto bélico de escala planetaria. En conclusión, la industrialización integral es la mejor arma para luchar contra el imperialismo.