La infancia de la luz II

La infancia de la luz II

¿El silencio y la soledad, empujaron a Dios a tomar la decisión de hacer el mundo y crear al hombre? Según Mieses Burgos, “A sus pies, el silencio del orbe/ era un gran río de soledad cayendo,/ un mudo serafín de bronce arrodillado”. ¿Cómo es posible que el hombre sea, a la vez, perverso y tierno? ¿Cómo confluyen en el universo el bien y el mal? Ya hemos dicho que Dios necesitaba un testigo de su existencia absoluta, única solitaria, desconocida. Deseó la presencia de “un labio que esculpa/ mi nombre sobre el aire./ Mieses Burgos menciona “la infancia desnuda de la luz”, que permite asistir al nacimiento del mundo.

Él nos explica otros detalles sobre la importancia de las claridades: “Memoria de la lámpara de bruñida sonrisa/ de vidrio adolescente,/ de ángel verdadero que delata el relieve/ más fino de las cosas”. Sin la luz no veríamos los objetos; es ella la que “delata el relieve” de todas las cosas. A partir de ese momento Dios no cesó de trabajar. “Entonces fue su aliento un sólo resplandor/ de fuego bajo el agua,/ en medio de la noche sin alba de los peces”. Dice “bajo el agua”, un elemento fundamental para la vida en el cosmos. ¿Se trata, acaso, de una entrevisión de “la sopa primordial” que engendró las galaxias?

Parece que todo ocurrió a altas temperaturas, pues “el aliento” de Dios era “un sólo resplandor de fuego”. Mieses Burgos, como ya hemos apuntado en la anterior entrega, asevera que “Aun no transitaba por el cielo el relámpago de pluma de los pájaros/ ni el viento, todavía, era un sepulcro abierto/ para enterrar palabras”. Agua, fuego, aire, van surgiendo en los versos mágicos de “Barro inaugural”. Era preciso crear la tierra, para que los pájaros tuviesen asiento; y el viento, para que los hombres derramaran palabras.

Dios contagia al hombre del hastío que determinó la creación, pero también nos “contaminó” con la piedad y la ternura. “Sólo una gran piedad pudo crear los mundos/ eternos sin hastiarse./ Sólo una gran ternura pudo sembrar la vida/ como se siembra un árbol:/ la jubilosa voz de una semilla,/ no pudo ningún otro posible sentimiento/ alzar nuestro destino…”.

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