La infancia de la luz

La infancia de la luz

Antiguamente, en las escuelas secundarias de Santo Domingo explicaban las teorías acerca del origen del universo. Los maestros solían referirse a la “cosmogonía de Laplace”, un precoz matemático francés, quien formuló en el siglo XVIII una “conjetura científica” sobre el surgimiento de los planetas. Laplace, como era usual, también hizo cursos de teología. Cuando los estudiantes de entonces definíamos si nuestro bachillerato sería en “ciencias naturales” o en “filosofía y letras”, topábamos con otro término técnico que añadíamos al de “cosmogonía”: el concepto de “teodicea”; adquiríamos así noticias de las demostraciones racionales de la existencia de Dios, de la “descripción de su naturaleza y atributos”. El término fue creado por Leibniz, en conexión con la bondad de Dios y la presencia del mal en el hombre.
Quiere decir que todos estos asuntos “tenían que ver” con científicos, teólogos o filósofos, nunca con poetas, artistas, escritores. Con la notable excepción de Willian Blake, pocos poetas intentaron penetrar en el misterio de “cómo opera el mal en el corazón del hombre”. Willian Blake escribió el “Matrimonio de cielo y del infierno”. En ese libro aparecen los “Proverbios del cielo y del infierno”, de los cuales mencionaré dos: “el gusano perdona al arado que lo corta”; y “La maldición fortifica, la bendición relaja”. Baudelaire compuso “Las flores del mal”. Pero de estos versos, hermosos y terribles, no puede derivarse una teodicea.
Un poeta dominicano, Franklin Mieses Burgos, opinaba que la fuente del mal es el hastío, pues Dios se hastiaba en su divina soledad: “mi realidad se hastía de ser para mí sólo,/ sin otro que me sienta temblar./ Yo no sería… Por eso Dios dijo: “Quiero un labio que esculpa/ mi nombre sobre el aire./ La fuerza de Dios se manifestó en ese momento en una creación continua. “Entonces fue la infancia desnuda de la luz;/ su limpio nacimiento./ Entonces, su niñez,/ anécdota de espejo.
El pecado original es el hastío, que Dios mismo trasladó al hombre “cuando aún no transitaba por el cielo el relámpago/ de pluma de los pájaros/ ni el viento, todavía, era un sepulcro abierto para enterrar palabras. También Dios transmitió al hombre la piedad. “Sólo una gran piedad pudo crear los mundos/ eternos sin hastiarse./

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