La ingenuidad de un magistrado

La ingenuidad de un magistrado

CARMEN IMBERT BRUGAL 
Hubo un tiempo de estupor y descaro en el poder judicial. Al día siguiente de determinadas audiencias aparecían papeletas sin dueño, debajo de carcomidos estrados. Sobras de la repartición para obtener un fallo conveniente. El rumor público identificaba a los protagonistas del festín. No era frecuente el inicio del proceso penal en contra de los magistrados. Había amonestaciones, traslados, licencias. No más.

La contemporaneidad no necesita un reguero de papeletas. Los depósitos fuera del país, el obsequio de valiosas obras de arte, el uso refinado de testaferros, permiten el elegante discurrir del cohecho. Así se mantiene un precario equilibrio porque, difícilmente, un abogado en ejercicio se atreve a denunciar, de manera contundente, un soborno. Afectaría su carrera y arriesgaría el destino de su clientela.

Resulta excepcional y encomiable la acción pública incoada, por las autoridades correspondientes de Puerto Plata, en contra de un juez de instrucción. Iniciativa ejemplar para unos, ensayo con la poca monta para otros. Sin embargo, después de valorar el procedimiento la lectura del hecho es lamentable. Demuestra la catadura de un servidor judicial ajeno a las exigencias de su función y desconocedor de la ley.

No es difícil imaginar el ánimo de veteranos magistrados cuando se enteraron de la reacción del colega sorprendido in fraganti. Los anales judiciales deberán registrar lo expresado por tan ingenuo representante de la judicatura. La crónica periodística consigna que el desafortunado servidor público… “pidió clemencia. Lamentó el hecho y subrayó que era la primera vez que hacía eso”. Sólo le faltó decir: por mi madrecita santísima que no lo vuelvo hacer.    

Al peticionario de clemencia, le atribuyen exigir 3,500 dólares para redactar una sentencia absolutoria. Esa solicitud está tipificada en el código penal como soborno o cohecho y extorsión. Las sanciones previstas para estas infracciones incluyen penas correccionales y criminales. La inhabilitación perpetua para el desempeño de cargos u oficios públicos y la degradación, que convierte al condenado en un interdicto. La persona degradada, entre otras prohibiciones, no puede elegir ni ser elegido, portar armas, ser testigo, tutor, tampoco puede dedicarse a la enseñanza.

La calidad de un magistrado no se mide por la asistencia a talleres y seminarios de capacitación. Existe algo más que no se adquiere en cursillos que culminan con diplomas. Tratadistas antiguos y modernos, que ya no acercan el juez a Dios -como afirmaba Josserand- coinciden cuando mencionan las cualidades del juez ideal. Le exigen templanza, prudencia, coraje, honestidad. Sin omitir “la experiencia de un viejo y la infalible memoria de un niño”, el conocimiento de la calle y la sapiencia hija del estudio, para evitar aquello de probidad sin talento o viceversa. La tierna ingenuidad no ocupa lugar cimero. Es un atributo encomiable, pero los expertos no la incluyen.

De acogerse la plegaria del juez, el proceso penal dejaría de existir. La agilidad que garantiza el código procesal penal sería superada. A confesión de parte relevo de pruebas, ipso facto, las autoridades reprenden al magistrado y le aconsejan que no reincida. Al parecer, el servidor judicial confundió conceptos religiosos y penales. Pensó en el confesionario y no en el proceso penal. Entendió que el principio de ejecución, la tentativa, son intrascendentes para la calificación.

El anecdotario judicial es variado y divertido. Los episodios se atribuyen a la malicia de los abogados y a la impericia de los principiantes. En una ocasión una estudiante cumplía la práctica forense exigida por las Escuelas de Derecho. Después de exhaustivas lecturas, extensas entrevistas con testigos, agraviados y con el imputado, llegó el día de la primera audiencia. La solemnidad del tribunal le pidió sus calidades, acto seguido, con entusiasmo y convicción, la defensora proclamó: magistrada, mi cliente es inocente. Concédale la libertad. La veterana juez que presidía el juicio, y hoy continúa sus apreciadas labores judiciales, contuvo la risa y explicó a la novicia el procedimiento a seguir.

La formalidad procesal es angustiosa, tediosa, pero existe. El orden jurisdiccional requiere su cumplimiento. Un juez está obligado a conocerla más que nadie, asumirla y respetarla. Algún día cambiará y los procesos serán sumarios. El magistrado imputado no puede tener la malicia de los abogados ni la impericia de los aprendices. Debe acatar el rigor de la norma que estaba encargado de hacer cumplir. Su ingenuidad ofende. (fin)

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