La ingratitud colinda con la vulgaridad

La ingratitud colinda con la vulgaridad

El apóstol Martí bien decía que: “Para hablar de Bolívar se necesita una montaña por tribuna, entre rayos y relámpagos, con un manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a los pies”. Bolívar murió pobre y olvidado en la Hacienda de San Pedro Alejandrino. Le armaron un rústico cajón con viejos tablones sacados de un almacén. Y en una carreta tirada por bueyes lo llevaron por un trillo fangoso, lo condujeron al cementerio de Santa Marta, en Colombia.

Antonio José de Sucre, el gran mariscal de Ayacucho, asesinado fue en el Paso de Berruecos, tras visitar a Bolívar en su lecho de moribundo.

Ahora vamos a verter reflexiones que se harán reiterativas. Ellas hijas son de los juicios que de manera ordinaria, emiten las lenguas de doble filo. Lenguas que siempre obedecen a cabezas protervas, a cerebros “asindéricos” dependientes de abultados abdómenes.

Y ello es que las lenguas de doble filo, de maneras y de modos ordinarios, hosca y toscamente, argumentan y arguyen calificativos y calificaciones propios del vulgo (del Vulgum). Surgiendo así por su culpa “La Legión de los Crucificados”.

El Vulgo aplaude cuando inventa el odio, hijo legítimo de sus rencores patológicos. En tanto que desgarra homéricos laureles, al férvido Aristarco de Samotracia la gloria mancha, con sus terribles ponzoñas de culebras nauyaquíes.

El Vulgo en sus iras tan solo anhela, solamente sueña con ver de la ignominia en la afrentosa cruz, a cuanto no se arrastra, a cuanto vuela, a cuanto no es mentira ¡A cuanto es luz!

El Vulgo acusó a Fidias el escultor maestro, de vender mujeres. Al gran Espaminonda vencedor en Leuctra y en Mantinea… de ser un traidor.

Al sabio Sócrates de darse a los más inmundos placeres; a Arístides “El Justo” de impostor; al talentoso Catón de Utica, de arrojar a las arenas del Circo, a sus miserandos esclavos; a Cristóbal Colón (y no a Isabel y a su cómplice Torquemada), de que al indio libre le forjó cadenas. ¡Cadenas que por siempre llevó en el corazón! El Vulgo acusó al gran Miguel Ángel de ser un vulgar avaro. Al quasi-divino entre los grandes, a Rafael, de vender como torpe y vulgar libertino, por impúdicos besos sus laureles. Al inmenso Moliere lo tildó de incestuoso; de felón al Dante, logrando que hasta Beatriz en el infierno huyera de él. De peligroso ateo acusaron a Voltaire; de venal al sabio y enciclopédico Diderot. ¡Para toda la sátira mentirosa e infernal! ¿A qué mártir, apóstol o profeta. A qué artista, guerrero o libertador, no le ha arrojado el Vulgo la mordaz saeta, el venenoso dardo de la calumnia y de la infamia? De el Vulgo (de el Vulgum) uno solo. Solamente uno, resulta ¡El Inmaculado! Uno solo… Caín. El Vulgo como gonfalón lleva la quijada de un “burdégano”. La quijada del burro que usó Caín para ultimar a su hermano Abel. Y cuando un “White Yelow Man” le estrelle el teléfono piense y gracias dé, que no le lanzó una flecha del arco infalible del apache Crazi-Horse.

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