Lo más inicuo de una noticia, narración o representación teatral sobre una iniquidad, es que en el momento del reportaje, su narración o puesta en escena, no están presentes los autores ni las causas verdaderas. Por eso se cansaron los filósofos existencialistas buscando culpables, y decidieron que la culpable era la vida misma. Por lo que un existencialista y un “tíguere aburrido” sienten desdén por sus propias vidas; con la diferencia que el tíguere lo realiza en los hechos, no solamente en un cuaderno de academia: el tíguere desdeña su propia vida, no solo la ajena.
La narración de una iniquidad, de cualquier acto infame, pero más claramente, la de un sistema social desalmado, claramente edificado sobre la explotación de los más pobres, encubre a los verdaderos culpables.
Los marxistas fueron los que mejor pudieron identificar a los beneficiarios de inequidades e iniquidades: los herederos, los ricos y poderosos del presente. Pero también, brillantemente, identificaron las estructuras de la iniquidad. Y hasta muchas de sus causas originarias. Pero fallaron al no llegar al corazón del hombre, ni buscaron las causas espirituales detrás de la tragedia.
Toda inequidad es una estructura que se reproduce a sí misma. Por no saber esto, muchos gobernantes y poderoso no calcularon que ese pequeño desliz, ese inocente jueguito a cambiar la Constitución o a reelegirse desarticuló, acaso para siempre, el respeto al ordenamiento institucional y a las leyes. Como no calculó el funcionario de turno, que sustraer ese dinero público lo obligaría a involucrar y sobornar jueces y fiscales, y a luego crear una camarilla de aventajados de los fondos públicos que terminaría involucrando a gobiernos casi enteros; y a comprar medios y comunicadores para desvirtuar toda pista y acusación. Y luego tener que incluir en las nóminas estatales a todo el que pudiera darles pelea, o servirles de cómplices. Ideando luego los asistencialismo de toda especie, para que nadie pensara jamás que algo pudiese andar mal. Para que finalmente la iniquidad nos abarcase a todos, que nadie quedase fuera, para que no hubiese inocentes (ni culpables) y, sobre todo, para que nadie tuviese que arrepentirse o sentir siquiera remordimiento; y terminásemos todos, hasta los más arrinconados y preservados, siendo actores del espectáculo. Exceptuando apenas algunos, para resaltar el perfil de tragedia, o de comedia; para dramatizar el contraste entre exitosos y “envidiosos” (como los llamaba aquel presidente cuando alguien criticaba su gobierno).
Así, la iniquidad se convirtió en espectáculo de sus propios autores y actores, siendo lo mismo personajes y personas. Pero, dialécticamente, haciendo posible que la obra actúe en contra de sus propios actores y autores del presente. Consecuentemente, la secuencia no tendrá final, porque cada cual profundiza el mal, sin propiciar catarsis ni desenlace. Especialmente porque casi todos, autores y actores, se han convencido a sí mismos de que después de ellos, y más allá de esta realidad suya, que les pertenece como únicos protagonistas, no existe nada ni nadie que importe. (El Señor, el que reina en el cielo, se ríe de ellos). (Salmo 2:4).