La inmensa fragilidad humana

La inmensa fragilidad humana

  JUAN BOLÍVAR DÍAZ
La reclusión por enfermedad es una de las expresiones más contundentes de la fragilidad humana. Pasar por la experiencia, especialmente la primera vez, nos permite comprobar la inconmensurable levedad del ser humano, cuán endebles y expuestos estamos a ser reducidos al polvo de donde procedemos.

Sin que podamos evadirlo nos reconocemos defectibles, limitados y dependientes de otros, profundamente efímeros, en contradicción con la soberbia, la prepotencia y el individualismo que tanto marchitan y reducen la ilimitada belleza de la condición humana.

Es como estar en prisión sin haber cometido delito alguno. Mucho peor si podemos asomarnos a un ventanal y contemplar a lo lejos el fluir de la vida. Las calles saturadas de automóviles y la gente que se mueve en las aceras. De pronto todo el bullicio y el trajinar citadino se transforman del agobio cotidiano, al deseo de reincorporación y participación.

Como si esperáramos salir de un prolongado apagón, para volver a disfrutar de las comodidades y facilidades que nos depara la existencia. Como esperar el amanecer para volver a contemplar el verdor tropical y ese baño de colores cuando el sol rompe en el horizonte sobre el mar Caribe.

Como si de pronto estuviéramos redescubriendo la existencia, comprobando cuán hermoso es vivir, aún con la inmensa carga de angustias, penas y frustraciones, que pesan en lo personal y se multiplican en lo colectivo.

Una de las compensaciones de la reclusión por enfermedad es que crea condiciones para la introspección, nos induce a revaluar nuestras vidas, relaciones, éxitos y fracasos. Y al revaluar nuestra propia existencia, nos conduce también a apreciar mucho más la de quienes nos rodean, en el ámbito familiar y laboral como en el social.

Las múltiples expresiones de buenos deseos de recuperación que nos llegan, las oraciones de los creyentes, la ternura de quienes nos prodigan sus atenciones -familiares, médicos y enfermeras- nos ablandan y enternecen. También nos recuerdan que somos seres únicos en el universo, llamados a la dignidad, a la realización integral y a la dicha.

Que aunque creamos en la trascendencia espiritual, esta vida, este tiempo es único, y por lo tanto estamos llamados a vivirlo a satisfacción, trascendiendo nuestras pequeñeces y debilidades, andando firmemente en búsqueda de la ternura de los demás, que es la única forma de sentir que somos y estamos.

La reclusión por enfermedad nos recuerda que nos vamos agotando, que cada jornada es una copa apurada, una caminata forzada que indefectiblemente nos aproxima a la inmensa soledad de la tumba, donde todos al fin y sin regateo posible somos iguales, putrefacción o polvo, nada.

Es como un retiro espiritual, un ejercicio de análisis transaccional o un viaje sicoanalítico. Pasamos revista y comprobamos satisfacciones y frustraciones, penas y alegrías, tiempo vivido y tiempo perdido.

La conclusión es que tenemos que afrontar con entusiasmo las oportunidades que todavía nos restan, disfrutar los logros personales y comunitarios y renovar los compromisos con los que nos rodean y mucho más allá.

Es la manera más adecuada de prepararnos para un futuro que solo tiene de cierto la reducción, el agotamiento, y posiblemente la soledad, a la que sólo podemos trascender evadiendo los salvavidas individuales, con sentimientos y sueños de multitudes.

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