La inmoralidad de la tortura

La inmoralidad de la tortura

En su obra, La hora veinticinco, Virgil Georgiuj describe la llegada, a un convento en la Rumania que venía siendo liberada por las tropas soviéticas del nazismo, de un pelotón de élite del ejército liberador. Los oficiales soviéticos se encuentran con un grupo de monjas que cuida y mantiene el monasterio y atienden a esos soldados mientras ellos hacen su trabajo de búsqueda minuciosa de indicios de cualquier tipo sobre las actividades nazis en la zona.

Luego de pasar allí varios días, los soldados se marchan, pero antes de irse, el oficial que dirige la acción le aconseja a la madre directora del convento, AMadre, le aconsejo que se vayan de este lugar. Nosotros somos una tropa élite y nuestro trabajo es muy especializado, pero las tropas que vienen detrás, probablemente no tendrán las mismas consideracionesY.

Ese es el ambiente que crean las guerras, sobre todo las de ocupación de territorios, no importa si lo que las genera está cubierto de las más nobles intenciones. Esas tropas soviéticas representaban los valores más altos frente a la barbarie fascista, pero traían consigo el pesado fardo de más de 20 millones de víctimas. Casi imposible pedirles que trataran con humanidad a quienes caían frente a sus embates.

De todas maneras es muy dudoso que sus jefes consagraran mucho tiempo en esas cuestiones de escrúpulos, porque las guerras se hacen para ganarlas, debilitando al adversario física y moralmente, a la par que se crean esos lazos tan fuertes de solidaridad y afecto entre soldados que combaten juntos a un enemigo invisible pero real.

Y es en ese contexto que hay que analizar los incidentes de torturas a prisioneros iraquíes en las prisiones de Saddam Hussein, pero por parte de soldados norteamericanos. Porque Estados Unidos llegó allí con un propósito manifiesto: establecer la democracia en un país, dominado por un déspota y donde nunca antes había existido ese valor. Al momento de tomar esa decisión, la administración norteamericana no parece haberse preocupado mucho sobre lo que el pueblo iraquí pensaba sobre el particular. Y desde el momento que tan trascendentes decisiones se tomaban sin preguntarles, devenía dudoso que ellos, los iraquíes se interesaran por un proyecto ajeno.

Una vez que de entrada se prescinde del elemento principal no ve uno cómo la operación general pueda tener éxito. De hecho, se trata de dos mundos aparte, compartiendo un mismo territorio geográfico, pero separados por la más absoluta incomprensión y las dramáticamente pocas perspectivas de entendimiento.

Quienes en cierta forma han colaborado con los ocupantes, lo han hecho como suele ser casi siempre: para ayudarlos a que se vayan lo antes posible. Más o menos lo mismo que resintieran hace un siglo los ocupantes británicos que crearon al Irak a partir de tres provincias desprendidas del antiguo imperio otomano. Ya se sabe que los británicos finalmente tuvieron que irse sin haber logrado imponerse militarmente ni mucho menos haberse ganado el corazón de los iraquíes@ y los esfuerzos no le faltaron. Pero como ocurre siempre en esas dramáticas circunstancias de ocupar un país y encontrar la natural resistencia, antes y ahora, los iraquíes son las víctimas Aprioritarias@.

Teniendo que enfrentar esa resistencia, quizás no esperada puesto que se llegaba a liberar (me refiero esencialmente a lo que puede pensar un o una joven militar llegando a Irak), los ocupantes chocan con su primer y más importante dilema, para el que a lo mejor nunca tendrán respuesta a tiempo: )quiénes son nuestros atacantes? Y como en todos los anteriores conflictos de la misma naturaleza, una mezcla en la que convergen el nacionalismo y los intereses de grupos que a veces por razones que no tienen que ver directamente con ese conflicto, aprovechan el terreno para ajustar cuentas.

Lo más probable es que de esa fuente principal provengan los actos de terror Apuro@ que afectan más a los iraquíes que físicamente a las propias tropas ocupantes. El daño lo hacen en lograr asociar la ocurrencia de esos actos terroristas, a la presencia de tropas extranjeras. Y no hay que ser mago para darse cuenta que esa conclusión cae solita, sin mucho esfuerzo entre quienes sufren los rigores y el dolor de ver se ocupados y humillados por extraños.

El presidente Bush acaba de ordenar la destrucción de la prisión de Abu Ghraib, donde soldados norteamericanos, de ambos sexos, cometieron los actos de tortura sobre prisioneros y prisioneras iraquíes tan documentados por la prensa. Es una medida simbólica que debió haber sido tomada antes, para vincular ese conocido centro de torturas a la era de oprobio del régimen de Saddam Hussein. Y por supuesto, jamás debió habérsele ocurrido a nadie en el ejército norteamericano utilizar torturas contra presos y presas, generalmente por simple sospecha. Pero como en toda operación militar lo que cuenta es la eficacia, ahora con quien se vinculará para siempre en la imaginería popular esa siniestra prisión, será con la ocupación norteamericana. La verdad es que pudo haberse pensado antes, pero es que lo que comienza torcido, rara vez se enderezaY.

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