La insoportable levedad de la indignación

La insoportable levedad de la indignación

Hoy todos somos marxistas. Y es que, en la medida en que vivimos una era de activismo puro, movido por una indignación generalizada, que se manifiesta en la calle o en las redes sociales, contra determinados males o ciertas personalidades que se entienden resumen todos los problemas de una sociedad o del mundo, seguimos al pie de la letra la tesis 11 sobre Feuerbach de Marx de transformar el mundo y dejar de interpretarlo. Pero debe ser justamente lo contrario, como señala Slavoj Zizek: primero hay que pensar detenidamente y en toda su complejidad el mundo para, luego, poder así transformarlo (“Tiempo de pensar”, 6 de enero de 2017).
Nuestro actuar sin pensar nace de la indignación. He dicho antes que hace falta elaborar una “teoría política de la indignación” (22 de mayo de 2015). Sería imposible abordar esa tarea en el limitado espacio de esta columna. Sin embargo, sí es urgente y crucial preguntarse, junto con Boaventura de Sousa Santos, “¿cuál es el impacto político de las revueltas de indignación”? Responder esta pregunta obliga, no obstante, a despejar primero un malentendido acerca de qué se entiende por indignación. He insistido siempre en no confundir la indignación con el resentimiento, que amerita también su propia teoría (“Teoría política del resentimiento”, 31 de octubre de 2014). No obstante, hay quienes piensan, como es el caso de Sousa Santos, que la indignación remite al concepto de Spinoza, para quien esta no es más que el “odio hacia aquel que ha hecho un mal a otro”. Disiento del sociólogo portugués y del filósofo holandés: creo que la justa indignación moral nace del amor a nuestros congéneres, en tanto que el resentimiento es una irritación surgida del odio o la frustración.
En todo caso, cualquiera que sea el concepto de indignación que asumamos, las preguntas que hay que responder son las siguientes: ¿Cuáles son los efectos tangibles y concretos en el plano político de la indignación? ¿Puede la mera indignación reformar o sustituir el sistema? ¿Basta la movilización de la “multitud” (Negri/Hardt) contra una determinada situación para operar un cambio político? Creo que la indignación per se ni reforma el sistema, ni fortalece la democracia ni mejora la política. Por eso no vale la pena preguntarse, como hace Daniel Innerarity, cómo lograr “que la indignación no se quede en un desahogo improductivo, sino que se convierta en una fuerza que fortalezca la política y mejore nuestras democracias”. Es que sencillamente la indignación contemporánea es precisamente eso: un desahogo eminentemente improductivo.
Ya lo dice Byoung-Chul Han: “La sociedad de la indignación es una sociedad del escándalo. Carece de firmeza, de actitud. La rebeldía, la histeria y la obstinación características de las olas de indignación no permiten ninguna comunicación discreta y objetiva, ningún diálogo, ningún discurso. Ahora bien, la actitud es constitutiva para lo público. Y para la formación de lo público es necesaria la distancia. Además, las olas de indignación muestran una escasa identificación con la comunidad. De este modo, no constituyen ningún nosotros estable que muestre una estructura del cuidado conjunto de la sociedad. Tampoco la preocupación de los llamados ‘indignados’ afecta a la sociedad en conjunto; en gran medida, es una preocupación por sí mismo. De ahí que se disperse de nuevo con rapidez”. En otras palabras, la indignación no solo no es precedida por el pensamiento sino que tampoco es capaz de acción ni de narración. La sociedad de la indignación es sociedad del escándalo, del alboroto, del tumulto, porque carece de gravitación, la cual es necesaria para las acciones, y, además y sobre todo, porque no engendra futuro.
El recientemente fallecido sociólogo Zigmunt Bauman es de la misma opinión. La indignación no construye nada y se agota en sí misma. “Si la emoción es apta para destruir, resulta especialmente inepta para construir nada. Las gentes de cualquier clase y condición se reúnen en las plazas y gritan los mismos eslóganes. Todos están de acuerdo en lo que rechazan, pero se recibirían 100 respuestas diferentes si se les interrogara por lo que desean (…) La emoción es inestable e inapropiada para configurar nada coherente y duradero (…), las manifestaciones son episódicas y propensas a la hibernación”. El movimiento de los indignados crece y crece pero “lo hace a través de la emoción, le falta pensamiento. Con emociones solo, sin pensamiento, no se llega a ninguna parte”.

¿Cómo combatir el infructuoso desasosiego de la indignación generalizada? En primer término, recuperando la idea de utopía, la idea de un mundo mejor, de experimentar para el perfeccionamiento constante. Esta idea, gran legado del pueblo griego a Occidente, como nos recuerda Pedro Henríquez Ureña, hoy -debido al hiperindividualismo de la sociedad contemporánea y al legítimo temor a las utopías totalitarias del siglo XX que, como bien señaló Karl Popper, con el pretexto de construir el paraíso, convirtieron a la Tierra en un verdadero infierno- ha desaparecido de la política y de la discusión pública. En segundo lugar, parafraseando a Adam Smith, debemos recordar que no es de la furia crítica de la multitud indignada de donde obtendremos el 4% para educación, la protección de Bahía de las Águilas, una Administración transparente y eficiente, un régimen de verdadera seguridad ciudadana y un sistema tributario más justo, sino de la existencia de una infraestructura política, de movimientos sociales y de partidos capaces de articular nuevos intereses y nuevas ideas. ¿Puede el centro político, es decir, la socialdemocracia liberal, [re]conectar utopía e infraestructura política y [re]construir una [contra]hegemonía cultural (Gramsci), como lo han hecho el neoliberalismo (1975-2000) y el neopopulismo (2000-)? Esta cuestión crucial habrá que responderla pero, antes, es ineludible aproximarse a una “teoría política de la esperanza”.

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