La inspiración

La inspiración

POR LEÓN DAVID
Escribo siempre con inspiración –discúlpeseme la jactancia– porque nunca dejo de hacerlo con entusiasmo y con el propósito de dar lo mejor de mí mismo… En realidad, si algo tengo por cosa averiguada es que no sé a punto fijo en qué consiste eso de la inspiración.

Puesto a buscar, me asedia la presunción de que a lo que pretendemos referirnos con parejo vocablo es a cierto acontecimiento síquico que guarda relación con un estado de efervescencia espiritual, de honda intensidad emotiva durante el cual las palabras parecieran brotar por sí solas de la oscuridad de la pre-conciencia y acomodarse tranquila y disciplinadamente, al modo de aplicados colegiales cuando forman fila antes de entrar a clases, en el orden que les fuera asignado. Entrañaría la inspiración una cabal correspondencia entre el específico sentimiento expresado y la forma verbal en la que éste se manifiesta y encarna; hasta el extremo de no poder evitar arrimarnos a la sospecha de que tal era la única vía posible de expresarlo sin malograr su fuerza o su sentido. Vendría a ser la inspiración una suerte de ráfaga, una ventolera interior que levanta en potente remolino los amarillentos legajos del recuerdo, las hojas verdes de la imaginación, el oscuro polvo de las ideas, juntándolo todo en una sola figura e imprimiéndole orientación y movimiento. Puesto que nos las habemos con una impetuosa marea anímica que exhibe el arrebato de las fuerzas naturales desatadas a semejanza del ciclón, el terremoto o el rugiente volcán, el estado de inspiración aun cuando susceptible de ser disfrutado, lucirá algo extraño, inquietante y ajeno. Porque, si estoy al cabo de lo que pasa, nos coloca en una situación excepcional…

Es el caso que nosotros, los hombres, con la incapacidad de la que hemos ofrecido fehacientes muestras para comportarnos con espontaneidad a causa de la cultura y sus reglas de convivencia social, hemos ido desatando el nudo que a la naturaleza nos unía, naturaleza de la que, a pesar de nuestra real o supuesta clarividencia y racional estatus, no podemos dejar de formar parte. De manera que cuando esa irrenunciable instancia natural que en nosotros acecha, pero que tenemos olvidada y como reprimida en algún penumbroso compartimiento de nuestro ser, hace su aparición súbitamente, atravesando una tras otra las barreras que la civilización ha levantado, y salta al aire libre y abre las alas y echa a volar, entonces experimentamos la rara sensación de que no somos nosotros los que nos estamos expresando por medio de tan irrefrenable corriente interior, entonces se nos hace notorio que apenas alcanzamos a obrar como obsecuentes lacayos de un poder desconocido que a la chita callando, adueñándose del cerebro y el corazón que creíamos nuestro, y arrebatándonos la voluntad, nos obligó a proceder por esa guisa.

De ahí la rancia y venerable concepción del poeta como médium, como intermediario de los dioses, como vidente. De ahí también la creencia de que las Musas venían a susurrarle al oído la palabra precisa.

Aventurar la mirada en dirección de ese magma que bulle en los más hundidos estratos de su persona significa para el asombrado creador adentrarse en territorio desconocido y peligroso. Porque él ha permanecido siempre de espaldas a esa parte suya; porque se ha acostumbrado, como el grueso de sus semejantes, a vegetar en el espacio de una racionalidad de pragmático cuño en el que se ha ido aletargando su impulso vital. La inspiración se presenta así, igual que en los cuentos de hadas, como algo milagroso, sobrenatural, que no obstante la satisfacción que procura, aceptamos de manera pasiva y sobre la que no tenemos ningún control: llega cuando llega, desaparece cuando se le antoja. Esta especie de enajenación de la que, de dar crédito a la tradición, somos adictos los poetas y artistas es la que, a ojos del vulgo, más ha contribuido a desprestigiarnos, la que, al cabo y a la postre, sirve para justificar la imagen con que se nos anatemiza: locos, excéntricos, alucinados, seres anormales y patéticos hasta la ridiculez, incapaces de comportarnos como la gente sensata que tiene los pies bien afincados sobre la tierra.

En lo que a mí respecta, diré que la inspiración así entendida no me es en modo alguno esquiva ni renuente. Mi naturaleza sale a relucir de manera espontánea en cada manifestación de mi ser –no sólo cuando escribo– y yo le doy carta blanca para que aflore y se explaye a su entero albedrío. He hecho de la inspiración una compañera inseparable para poder albergar, más allá de la piel y de los huesos, la nada que me habita. Vivo permanentemente en un clima de apacible exaltación, de lúcida hipersensibilidad que me permite captar ocultas vibraciones que para los demás –de ello me he percatado- pasan desapercibidas.

Inspirarme es concentrarme, densificarme, transparentarme; y eso es lo que trato de hacer –casi siempre lo consigo– desde que asoma el sol hasta que las sombras acogedoras de la noche cierran mis párpados. Y como inspirarme se ha vuelto en mí rutina, la vida, a su vez, se me ha convertido en la costumbre del asombro. Por eso soy feliz. Por eso escribo como escribo. Por eso soy capaz de amar.

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