«Bienvenida a Harvard».
Cuando recibió el mensaje, la joven uruguaya Milagros Costabel no podía creerlo. Había sido seleccionada para cursar cuatro años en la prestigiosa universidad estadounidense, que le ofrecía una beca completa.
Para Milagros, quien quedó ciega poco después de nacer y aprendió inglés sola, se trata de un sueño que parecía inalcanzable y detrás del cual hay años de amor, abnegación y aprendizajes, de ella y de su familia.
BBC Mundo invitó a Milagros, de 19 años, a relatar su propia historia.
Hace un año estaba sentada en mi cama llorando junto a mi madre porque me daba cuenta de que mis sueños de estudiar en el extranjero no se iban a hacer realidad.
Hoy espero con ilusión la llegada de agosto, cuando viajaré a Estados Unidos para comenzar mis estudios.
Nací una tarde de abril casi cuatro meses antes de lo esperado en Colonia del Sacramento, una pequeña ciudad uruguaya. Pesaba 740 gramos, y mi cuerpo -que aún no estaba desarrollado- cabía en una mano.
Mi situación era tan precaria que los médicos informaron a mis padres que yo no sobreviviría y que, si lo hacía, probablemente tendría secuelas muy graves.
«Si sobrevive va a ser un milagro», dijeron. Y como yo aún no tenía nombre, ese fue el que mis padres decidieron ponerme. Milagros.
Aquel mismo día fui llevada de urgencias a la capital uruguaya para recibir el tratamiento que salvaría mi vida.
Mi padre, que estaba en la ambulancia conmigo, siempre recuerda la cara de los doctores y la realidad de esos momentos en los que todo parecía salir mal.
Mi madre, que se recuperaba del parto, se unió a él unos días después junto a mi hermana Chloe y me visitó todos los días.
Pasé tres meses en cuidados intensivos, en el delicado borde entre la vida y la muerte. Al final, la dedicación de los doctores tuvo frutos.
No hizo falta mucho tiempo para que descubriesen que había algo conmigo que no estaba del todo bien.
Meses después de mi llegada a casa, mis padres recibieron la llamada en la que los citaban en persona para darles la noticia: yo era totalmente ciega y no había nada que pudiesen hacer para revertir la situación.
El oxígeno responsable de salvar mi vida fue el que, tras quemar mis retinas, me dejó sin la posibilidad de ver.
Esto no detuvo a mis padres en su lucha para que yo fuese una persona independiente.
Mi madre aprendió braille -el sistema de lectoescritura que utilizamos las personas ciegas- y ninguna tarea de la casa era demasiado difícil como para que no intentase enseñarme. Y mi hermana…
Si ella estaba a mi lado yo me sentía libre, y no había nada que no pudiese hacer.
Ella veía y ante sus ojos éramos iguales. Corríamos hasta que los pies no nos daban más y nos parábamos en las hamacas, haciendo equilibrio, como si el espacio entre la hamaca y el suelo no existiese.
Nos sentábamos a tomar mate en las mañanas, en una casita de madera, y -junto a nuestras amigas- hacíamos todo lo que se espera de unas niñas de 3, 4 años.
Nunca me imaginé que tendría que vivir el resto de mi vida sin ella.
Cuando yo tenía casi 6 años, Chloe falleció a causa de un cáncer cerebral que nos tomó por sorpresa a todos. Nos tocó estar lejos; ella estaba en Argentina por el tratamiento y yo solo podía viajar allí de vez en cuando.
Aunque tengo recuerdos difíciles, y es imposible no reconocerlo, hoy la recuerdo con alegría. Fue ella, con sus juegos y sus risas, la que me demostró qué tan lejos podía llegar. Y es en ella en quien pienso cuando las cosas se vuelven difíciles y parece que solo la fuerza que me transmitió puede hacerme ir por más.
Mi madre siempre dice que siguió adelante por mí, «¿quién te va a enseñar las cosas si yo no estoy?» decía. Y así fue.
A los 7 años yo tendía la cama; si hay algo que caracteriza a las enseñanzas de mi madre es que rozaban la perfección.
Recuerdo las mañanas tendiendo y destendiendo la cama con el único afán de que las mantas quedasen derechas, sin ninguna arruga, y las veces que doblaba los repasadores con la única intención de que todos quedasen perfectos, borde con borde, todos mirando para el mismo lado.
Su dedicación no se limitaba a esas enseñanzas. Todos los días durante mis 6 años de escuela primaria yo escribía con una máquina braille -un aparato grande, pesado, semejante a una máquina de escribir tradicional- que me había regalado una amiga de la familia en un momento en el que eran imposibles de conseguir en mi país.
Todavía recuerdo su caja y la impresión de tener que usar un aparato tan grande con mis manos de niña.
Yo escribía en braille y cada día llevaba a casa un promedio de 10 hojas. Todas las noches mi madre las transcribía a tinta para que las maestras pudiesen corregirme los deberes.
Mientras tanto mi padre trabajaba y mi madre también vendía postres y galletas a restaurantes y eventos. Sin ellos, no estaría contando hoy esta historia.
En el colegio, si bien disfrutaba de aprender, no encontré un espacio en el que me sintiera del todo bien.
Esos años no estuvieron exentos de bullying- era un blanco fácil por mi discapacidad- y se me hacía muy difícil encontrar mi lugar en una clase de 10 personas en la que la mayor parte de los chicos solo estaban enfocados en sí mismos.
Pero poco a poco todo fue encajando en su lugar.
Cuando nació mi hermano, Luciano, que ahora tiene 9 años, fue uno de los momentos más felices de mi vida. Y los momentos felices no dejaron de llegar.
En el liceo me hice un grupo de amigos enorme con los que podía salir y ser yo misma, y sentí, por primera vez, que pertenecía en un lugar.
La máquina braille fue relegada a un lado por mi computadora, que tiene un programa que lee todo lo que hay en la pantalla y con el que puedo hacer todo lo que una persona que ve haría con sus ojos.
Los profesores me enviaban los trabajos por correo, y en lugar de pedirle a mi madre que los transcribiera, yo podía abrirlos, leerlos, y completarlos de forma autónoma.
Me sé el teclado de memoria y escribo muy rápido, así que usaba esa habilidad para tomar apuntes al mismo tiempo que los profesores hablaban.
Y la voz del lector, que también habla rápido, me permitía leer cosas a una velocidad que, muchas veces, mis propios compañeros no podían alcanzar.
En esos años cargados de retos y experiencias, aprendí a superarme a mí misma, a entender mis límites y a abogar por aquellas cosas en las que realmente creía pero que la educación uruguaya aún no suele tomar en cuenta.
En mi país la inclusión educativa aún es una materia pendiente, entre otras cosas porque los profesores no reciben entrenamiento sobre cómo enseñar (e incluir) a personas con discapacidad.
Pero también me topé con algunos docentes increíbles, que sin lineamiento alguno y haciendo lo que sentían era correcto, se aseguraron de que tuviese la mejor enseñanza posible.
Gerardo Menéndez, mi profesor de geografía en los primeros dos años de liceo, me marcó hasta hoy.
Aprendió braille solo, sirviéndose de anotaciones y fotocopias, y no solo me transcribía todos los trabajos y corregía mis escritos, sino que también hacía mapas en relieve -perfectos, detallados, con un montón de texturas y adaptaciones- que me permitieron, a través de mis manos, descubrir los continentes y el planeta.
Otra cosa que me abrió al mundo fue el inglés, que aprendí sola mirando videos en YouTube, leyendo mucho y hablando con cualquier persona que estuviese dispuesta a conversar.
Me gradué del liceo en 2019 con una sola meta: irme a estudiar al extranjero. Quería salir de mi zona de confort y demostrarme que era capaz de hacer más cosas de las que se esperaban de mí.
Yo ya había postulado a muchas cosas -colegios con becas, programas de intercambio- y solo me encontraba con rechazos, cada uno más doloroso que el anterior.
Luego de graduarme del liceo quería estudiar en España. Pero esa aventura nunca pudo ser.
Cuando llegó la pandemia vi como el trabajo de mis padres -que de por sí era precario- desaparecía de un día para otro. Tenían un pequeño local de comidas enfocado a turistas que ya antes de la pandemia dependía de muchos factores que hacían que los ingresos fuesen variables e impredecibles.
Pero en aquel momento, todo se paró. De repente había cuentas que pagar y faltaba el dinero para ponerse al día.
Yo ya estaba trabajando para una empresa de publicidad escribiendo anuncios. Solo pagaban 2 dólares por 500 palabras, pero para mí -que nunca había tenido mucho dinero en mi vida- era una pequeña fortuna.
El primer pago tras escribir más de 100 artículos fue para pagar la luz y otras cuentas. Pero yo sabía que podía ir por más.
Recuerdo el momento exacto en que descubrí que el periodismo era mi pasión. Tenía 10 años, y con la intención de prepararme para un examen que tenía que dar al día siguiente, abrí por accidente la BBC. Y no pude cerrarla más.
Ese día pasé horas y horas leyendo, maravillándome ante las historias que parecían salir de todos lados y que me hacían pensar que el mundo era mucho más grande de lo que yo me atrevía a imaginar. De alguna forma sentí que quería contribuir a eso, aunque jamás pensé que lo haría de esta manera.
Nunca leí más en mi vida como aquellos días en los que, con 17 años, decidí que intentaría encontrar y contar esas historias yo misma.
Cuando empecé a mandar ideas sobre posibles notas a diferentes medios, mi casilla de correos era un silencio continuo. Pensé que tal vez las historias que se me ocurrían no eran lo suficientemente buenas o que yo, a la hora de contarlas, no era la persona indicada.
Pero el primer sí lo cambió todo. Y de prontó me encontré escribiendo para medios reconocidos como Business Insider, Foreign Policy o Euronews, entrevistando a políticos, economistas de renombre y oficiales de las organizaciones internacionales más importantes del mundo.
No solo estaba ayudando a mis padres y siguiendo mi pasión. Las historias que sacaba a la luz estaban, tal y como había soñado, cambiando cosas.
Nunca me voy a olvidar cuando, tras un reportaje en Business Insider, varias tiendas en línea me contactaron para hablar sobre la accesibilidad de sus páginas para personas con discapacidad.
En un momento se me ocurrió postular a universidades estadounidenses, en parte porque la cantidad de becas era mayor, y en parte porque siempre disfruté los retos.
Postulé a 20 universidades. Harvard fue, en cierto punto, una aplicación que mandé porque sabía que si no lo hacía me arrepentiría toda mi vida. Lo peor que podía pasar era recibir un no.
Cuatro meses después de enviar la postulación, la respuesta llegó. «¡Bienvenida a Harvard!» escuché en mi lector de pantallas al abrir lo que aún no terminaba de creer era la carta de aceptación.
Me había encerrado en mi cuarto para esperar el rechazo, porque aunque creía que llegaría, eso no haría que doliese menos.
Mis gritos llenaron la casa cuando salí corriendo, llorando, para darles la noticia a mis padres y a mi hermano, que esperaban expectantes. Lloré y lloramos, fácilmente por más de media hora, y el sentimiento de incredulidad aún no se ha ido.
Mi vida hoy en día se parece poco a aquel día de verano en el que pensé que todo estaba perdido. Ahora me preparo para un viaje que está cada vez más cerca y para vivir cuatro años lejos de mi familia, de mis amigos y del país que conocí toda mi vida.
Siento que tengo una responsabilidad más grande en todo lo que elijo hacer y decir.
Pasé de tener un bajo perfil a salir en todos los medios de comunicación de mi país. Mis redes sociales acumulan miles de seguidores, y el peso de darme cuenta de que mucha gente me toma como ejemplo- cuando yo me conozco como una persona con virtudes y defectos- a veces es más grande de lo que debería.
En Harvard voy a estudiar Ciencias Políticas, con una opción secundaria en derechos humanos y migraciones.
No tengo claro si me dedicaré en el futuro al periodismo, y aunque no sé qué pasará en mi vida en los próximos años, hoy también me permito soñar. No solo con las cosas que puedo lograr, que aún no me atrevo a delimitar en mi mente, sino con las que pueden cambiar en mi país y en el mundo gracias a mi historia.
Porque sigo pensando que mi historia, aunque de éxito, no debería ser una excepción. Y es mi pasión luchar por que todas las personas con discapacidad puedan tener las herramientas para luchar por sus propios sueños y contar sus propias historias.