Por Francisco Franco
El pasado 15 de septiembre el Cuarto Tribunal Colegiado del Distrito Nacional declaró la extinción de la acción penal del «caso Super Tucanos», etiqueta que fue dada a dicho proceso en atención a que el hecho y tipo penal que dio origen al mismo fueron los supuestos sobornos entregados a exmilitares por la empresa brasileña que fabrica los aviones que llevan el nombre de esta ave.
Como es natural, un fallo de esta trascendencia ha sido objeto de un amplio debate y lo cierto es que el péndulo de la opinión pública ha basculado entre dos posiciones: para algunos este fallo fue de júbilo, para otros, de pesar, pero lo innegable es que las repercusiones de esta decisión – aún pasible de recursos – han ido más allá de lo estrictamente inter partes: el Ministerio Público ha crujido sus dientes implorando en otros procesos que le permitan leer sus inacabables acusaciones de forma «express». De su parte, la organización de la sociedad civil Participación Ciudadana hizo público un comunicado en el que pide al presidente de la Suprema Corte de Justicia y al Consejo del Poder Judicial lograr «acelerar los procesos», refiriéndose particularmente a los casos de persecución de supuesta corrupción.
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Ahora bien, probablemente debido a lo alto de la marea de las posiciones encontradas, en términos estrictamente jurídicos no se han suscitado reflexiones profundas en torno a este instituto. Y más aún, muy poco o nada se ha dicho de las puntualizaciones que nuestro Tribunal Constitucional, supremo y ulterior intérprete del ordenamiento, pero también el derecho comparado, han dado a la figura in comento.
La extinción de la acción penal no es otra cosa que la sanción procesal ante la injustificada tardanza del Estado para adelantar y concluir el ejercicio de su poder punitivo, situación que mantiene en una condición de indefinición al procesado, lo que vulnera el derecho a un juicio en un plazo razonable, prerrogativa integrante de la tutela judicial efectiva y el debido proceso.
El art. 148 de nuestro Código Procesal Penal – modificado por la Ley 10-15 – es taxativo: «la duración máxima de todo proceso es de cuatro años, contados a partir de los primeros actos del procedimiento», actos que, según explica el mismísimo artículo antes indicado son la imposición de alguna medida de coerción o el ejercicio de un anticipo de prueba. Este propio texto establece las excepciones temporales de la extinción, en primer lugar, se consignan 12 meses adicionales en caso de sentencia condenatoria, esto a los fines de ejercer las vías recursivas, y en segundo lugar, del cómputo del plazo deben descontarse las suspensiones y dilaciones provocadas por el imputado y su defensa.
Como se puede observar, los lados opuestos del paralelograma de este instituto no son exactos, absolutos ni mucho menos infranqueables. Esto lo ha abordado con meridiana claridad la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y también nuestro TC: para que opere la extinción la dilación debe ser injustificada a cargo de los funcionarios judiciales o de persecución del delito, y la tardanza no puede ser imputable al sub judice.
Varias interrogantes se derivan de lo anterior, pero una resulta imprescindible responder con decisiva inmediatez, si la demora debe ser indebida, ¿Existen entonces los retrasos justificados? En acopio de la jurisprudencia comparada, en particular de la Colombiana, en su precedente TC/0213/20 nuestro TC apuntaló que (i) tanto la complejidad procesal, que incluye la densidad de las investigaciones y de pruebas, el número de incidentes y la pluralidad de sujetos procesales; como (ii) la existencia de problemas estructurales en la administración de justicia; también (iii) el exceso de carga laboral o congestión judicial, y (iv) cuando se acreditan circunstancias imprevistas, ineludibles y extraordinarias, son todas causas justificadas de dilación.
Este criterio interpretativo, en cierto modo laxo – y porque no, ponderado con otros valores constitucionales – es llamado habitualmente por la doctrina más autorizada como la «teoría del no plazo», y entre otros ha sido aplicado por la Corte IDH en los casos «Genie Lacayo vs. Nicaragua» y «Suárez vs. Ecuador», y por el TEDH, entre otros, en el caso «Wemhoff vs. Alemania». Ambos tribunales han llegado a una armonizada conclusión: la determinación de la razonabilidad del plazo de un proceso depende de las circunstancias del caso y en ciertos supuestos «el deber del Estado de satisfacer plenamente los requerimientos de la justicia» (Caso La Cantuta vs. Perú) prevalece sobre el límite numérico fijado por el legislador.