La intimidad perdida

La intimidad perdida

ÁNGELA PEÑA
Vivir en un edificio de apartamentos es como compartir, queriendo o sin desearlo, la vida privada de todos los vecinos. La intimidad se ha perdido. En Santo Domingo cada día hay menos casas independientes y los multifamiliares se construyen tan pegados que lo que se hace en uno, se escucha en todos. Los amantes de llevar vidas ajenas tienen en esta casi obligada forma de morada un espectáculo permanente, variado, cargado de sorpresas, por lo que no precisan ir al cine para entretenerse. Otros, sin embargo, sufren tanto con lo que tienen que mirar y oír a diario, que pasan en sus viviendas apenas las horas necesarias.

Las discusiones familiares, los regaños y pelas a los hijos, la bachata del servicio doméstico, los amores de serenos, jardineros y guardianes, el «reggaetón» del jevito, los reclamos conyugales y hasta suspiros de amor se cuelan por pisos, paredes y ventanas. No se disfruta del silencio ni siquiera en horas avanzadas porque en la madrugada una bocina imprudente, un portazo, una estruendosa carcajada pueden interrumpir el sueño colectivo.

Las conversaciones telefónicas se dividen entre el que escucha y todos los vecinos de su interlocutor. El gusto musical de uno es imposición para el residencial. El género es tan diverso como el cuantioso número de inquilinos o propietarios. Así se escuchan a todo volumen ritmos de todas las épocas, melodías para todas las edades.

No hay lugar para la concentración, la meditación, el rezo. Cuando el señor y la señora salen al trabajo y los niños a la escuela, las criadas decretan rumba abierta para baile y se comunican por entre tendederos y cuartos traseros sosteniendo charlas interminables, cuando no, viendo telenovelas muy subidas o escuchando a todo dar programas interactivos a los que llaman para emitir sus opiniones.

Si hay fiesta, mejor es prepararse para acompañar de lejos a los alegres bohemios que bailan, cantan, platican y se embriagan manteniendo en vilo a los que deben estar en el bonche por obligación, sin poder pedir misericordia porque, apoyados en que cada cual hace en su casa lo que le da la gana, el fiestón se eleva según avanzan las horas.

Hay que acostumbrarse al llanto de un recién nacido o al trabalenguas de un borrachín que golpea con desesperación la puerta porque olvidó la llave. En los condominios se siente hasta el grato olor del cafecito que cuela el prójimo cercano, se puede adivinar el menú del día por el aroma de los sofritos, salsas, sazones. Se conocen las marcas de las ropas tendidas en los roperos y en los ventanales que empañan las fachadas. El sonido del timbre ajeno se escucha como el propio cuando lo oprime intermitente el «delivery» con la pizza o los mensajeros de colmados, farmacias, oficinas. A veces se planifica dormir mañana pero hay que madrugar a la fuerza con el trino de pajaritos ajenos o la visita temprana de lejanos parientes que llenan de algarabía las proximidades.

En las primeras viviendas verticales que se levantaron en Santo Domingo, primaron otros criterios de construcción. Cada planta estaba lo suficientemente aislada para garantizar privacidad. Las últimas, sin embargo, parecen fabricadas con el piso de arriba como techo de abajo, pared con pared, sin espacio entre edificios. Se puede sentir hasta la caída de un pañuelo. Hay matrimonios a los que nadie saca de sus viejas casuchas. Porque en algunos condominios se siente el privilegio de vivir en la gloria. En otros, sin embargo, la vida es una zozobra. «Estamos vendidos», expresan comúnmente algunos ante la falta de privacidad. Por resguardo hacia uno mismo, y por consideración hacia los demás, prácticamente hay que vivir como religiosas de clausura: en silencio. Si no, la intimidad se convierte en material de dominio y consumo público. Si los ‘paparazzi’ existieran en este país, fueran multimillonarios sin ningún esfuerzo.

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