La isla bajo el mar

La isla bajo el mar

Entre los autores de novelas que gozan del privilegio de vaciar mi bolsillo puedo nombrar a Gabriel García Márquez y a Isabel Allende. El primero me hizo su esclavo desde que publicó Cien años de soledad, y la segunda me ató a su magia con La cosa de los espíritus.

Debo admitir que no todos los trabajos de la novelista han despertado la misma emoción y hasta me atrevería admitir que una que otra de sus novelas me ha decepcionado. Sin embargo, la presente historia novelada de la revolución haitiana la ha vuelto a reivindicar.

Los acontecimientos que se desarrollaron a finales del siglo XVIII en el Santo Domingo Francés de la parte occidental de la isla que sus aborígenes llamaban Haití, son narrados de una manera entretenida y divertida a través de una trama sensual, mítica y fantasiosa, a la vez que realista. No cabe la menor duda que para escribir una obra de tal calibre ha requerido de su autora una profunda y prolongada investigación de una serie de documentos históricos. Con esas herramientas ha elaborado un libro cargado de espeluznantes relatos que dejan corta aquella expresión de Carlos Marx de que “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros desde los pies a la cabeza”.

Las penurias y vicisitudes padecidas por los esclavos traídos del África engrillados en barcos negreros, quedan vivamente representadas en la mente del lector. La división social en Grandes Blancos, Pequeños Blancos, Afranchis, Esclavos y Libertos se hace fácilmente comprensible. Figuras como la de Boukman, Toussaint, Sonthonax, Luis XVI, María Antonieta y Napoleón adquieren una vivencia que a uno le parece estar presenciando los hechos. Isabel Allende consigue mover el escenario a Cuba, Luisiana y Boston de un modo magistral. Las costumbres y creencias africanas se describen con una naturalidad asombrosa. Zarité, la esclava es el personaje central de la novela, e inicia su narrativa cuarenta años atrás, época en que el viejo Honoré le cantaba: “Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre… mientras baila”. Así mismo, ella cierra su relato diciendo: “Ayer mismo estuve bailando en la plaza con los tambores mágicos de Sanité Dedé. Bailar y bailar. De vez en cuando viene Erzuli, loa madre, loa del amor, y monta a Zarité. Entonces nos vamos juntas galopando a visitar a mis muertos en la isla bajo el mar. Así es”.

No puedo resistir la tentación de insertar en este comentario, un fragmento de la carta que, desde La Habana, el 14 de junio de 1943, dirigiera Juan Bosch a Rodríguez Demorizi, Héctor Incháustegui y Ramón Marrero Aristy: “El pueblo dominicano y el pueblo haitiano han vivido desde el Descubrimiento hasta hoy o desde que se formaron hasta la fecha, igualmente sometidos en términos generales. Para el caso no importa que Santo Domingo tenga una masa menos pobre y menos ignorante. No hay diferencia fundamental entre el estado de miseria e ignorancia de un haitiano y el de un dominicano, si ambos se miden, no por lo que han adquirido en bienes y conocimientos, sino por lo que les falta adquirir todavía para llamarse con justa título, seres humanos satisfechos y orgullosos de serlo”.

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