FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Todo lo que cuento aquí me lo contó una señora empleada de correos, quien a su vez escuchó la historia de labios de dos de los protagonistas. Cuando un relato es transmitido y reformulado por intervención de varias personas, es probable que sufra alteraciones, o cambios de acento, según el talante de los narradores. Es inevitable que haya imprecisiones y diferencias en las declaraciones de tres testigos oculares de el mismo suceso. Como bien saben los jueces de los tribunales de justicia, y los abogados criminalistas, las incongruencias en los testimonios escritos no invalidan los hechos principales. Por todo esto, tomé la precaución de comprobar fuentes, revisar datos, interrogar algunos individuos de mala catadura. Trate de «cruzar fichas», como dicen los policías. Llegué al extremo de permitir que me leyesen cartas privadas sin el consentimiento del remitente ni del destinatario.
Mire usted, yo empecé a trabajar en la oficina de correos siendo muy joven, en tiempos de Trujillo. He cumplido cincuenta años de servicios a la institución. Dentro de seis meses me concederán una «jubilación privilegiada». Recibiré una suma igual al salario que ahora gano. Estuve a punto de casarme con un alto funcionario del gobierno que trabajaba directamente con Trujillo. Me llamaba todos los días desde la «oficina particular del generalísimo». Parece que Trujillo se enteró de que su secretario tenia una amante que trabajaba «con la correspondencia extranjera». Un día apareció en mi despacho un judío gordo, muy blanco, experto en estampillas de correos. Tenía una colección de sellos muy bien clasificada, cronológica y geográficamente. Los álbumes de este señor creo que costaban muchos miles de dólares.
Me dijo que necesitaba unos sellos triangulares, con imperfecciones en la impresión litográfica. Si lograba conseguir los sellos me pagaria tres mil pesos. Busqué los sellos, se los entregué y «cogi mis tres mil pesos». El hombre agradeció efusivamente mis atenciones y el empeño que tuve en buscar en los archivos de emisiones viejas. Después supe que los coleccionistas europeos compraban esos sellos, antiguos e imperfectos, a precio de oro. Una semana más tarde me llamó por teléfono mi novio de entonces para decirme que no podríamos seguir viéndonos: El Jefe le había recomendado que no abandonara a su esposa. Si lo hacía, perdería el empleo y tal vez la libertad. Me hizo saber, a través de una nota que puso en un regalo de Navidad, que el judío era un espía internacional.
Por medio del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), Trujillo supo que el judío trataba de leer la correspondencia oficial y conocer el monto de los «valores declarados» procedentes de ciertas provincias del Cibao. El filatelista no era tal filatelista; la cuestión de las estampillas era, en realidad, una tapadera. También era un negocio rentable del que pude sacar provecho después de la muerte de Trujillo. Un buen día el administrador general de correos me mandó a buscar a mi casa, con su chofer, en horas no laborables. Quería hablar conmigo, en privado, algo de gran importancia y de extrema urgencia para el gobierno. Al llegar a la oficina vi que no había nadie allí, excepto el chofer y un oficial de la policía; ambos permanecieron sentados en la sala de espera. – Doña Floripe, nosotros sabemos que usted mantiene relaciones con el secretario particular del generalísimo; por tanto, usted es una persona de la confianza del gobierno; sabemos, además, que usted vende estampillas de emisiones antiguas a los coleccionistas de sellos; uno de ellos, el judío Salomón Stein, pretende violar la correspondencia de oficiales superiores de la seguridad del Estado. Este judío está al acecho de unas cartas que enviarán este año enemigos del gobierno en el exilio. Estas cartas nosotros queremos abrirlas antes de que las abra el judío. Su intimidad con un funcionario tan cercano del Presidente, su amistad con el coleccionista de sellos, la convierten en la persona ideal para esta misión delicada. Si todo marcha bien, será ascendida a encargada del Departamento de Inspección. Todavía hoy, al recordar la conversación, tiemblo de miedo. Conocían todos los detalles de mi vida privada.
Tengo detrás de mi oficina un horno de vapor. Es una maquina especial que ablanda los pegamentos de los sobres. Así puede abrirse la correspondencia sin que sea necesario rasgar la envoltura. Sacaremos copias de las cartas y luego despacharemos cada una a destinatario. Usted tendrá que decirnos qué día viene el judío, en qué números de apartados busca, con cuales empleadas hace amistad. Le daré los nombres de algunos enemigos de este «régimen de orden y progreso». Cuando vengan a echar cartas o a comprar estampillas, avíseme inmediatamente para llevar «las piezas» al horno de vapor americano. Doña Floripe, preveo para usted una brillante carrera dentro de la gran familia de la Unión Postal Universal. Me despidió con un fuerte abrazo protocolar. Perdóneme usted la inquietud; es la primera vez que hablo de estos asuntos penosos con un periodista.