La justicia constitucional

La justicia constitucional

EDUARDO JORGE PRATS
Sea cual sea el fallo que la Suprema Corte de Justicia rinda en la acción directa en inconstitucionalidad interpuesta por el Partido Revolucionario Dominicano con relación al caso de la empresa Sun Land, una cosa quedará clara para los dominicanos: como afirmó Carl Schmitt en su «Legalidad y legitimidad» en los años 20 del siglo pasado, «en una competencia de velocidad entre el ejecutivo y la justicia, ésta llegaría casi siempre demasiado tarde, aún cuando se pusiese en sus manos el eficaz instrumento de poder dictar disposiciones y decretos provisionales, en los casos políticos interesantes».

Este hecho no ha escapado al ojo escudriñador de los analistas financieros de los riesgos país. Para Franco Ucelli, de la firma Bear Stern, «el principal riesgo es que la Suprema Corte de la República decida que las notas promisorias son ilegales antes de que se haga el pago final en julio. Esto podría resultar en una orden de la corte para que se suspenda el repago de las notas. Sin embargo, vemos esto como relativamente de baja probabilidad, basados en conversaciones con hacedores de política y nuestro conocimiento de las instituciones de la República Dominicana. Creemos que o bien la decisión de la Suprema Corte será alargada más allá de la fecha final de pago en julio o el gobierno descubrirá cómo pre pagar antes las obligaciones a fin de circunnavegar la posibilidad de una decisión de la corte adversa».

Para ponerlos en términos de teoría del Derecho, y siguiendo a Schmitt, los dominicanos hoy descubrimos «que la mera posesión del poder estatal produce una plusvalía política adicional, que viene a añadirse al poder puramente legal y normativista, una prima superlegal a la posesión legal del poder legal y al logro de la mayoría». Esa prima política, «constituida por las tres ventajas de la interpretación arbitraria, la presunción de legalidad y la ejecutividad inmediata», hacen que el Poder Ejecutivo, por la simple presunción de legalidad de sus actos y por la plena ejecutividad de los mismos, pueda imponer al resto de la sociedad y de los actores políticos su interpretación de los actos y de la realidad. Como bien nos recuerda José Luis Cascajo, comentando este pasaje de Schmitt, esto demuestra claramente «cómo la mayoría deja repentinamente de ser un partido para convertirse en el Estado mismo, o de cómo la justicia no puede ser decisiva en la lucha política ante la carencia de lealtad de todos sus participantes».

La culpa de este estado de cosas no es del todo responsabilidad de los dominicanos sino que, en gran medida, es el resultado de la propia operatividad del sistema de control judicial de la constitucionalidad. El sistema dominicano es tributario del modelo norteamericano en donde la Corte Suprema, consciente de los peligros de la judicialización de la política, trata de evitar las denominadas «cuestiones políticas», que siempre presentan el riesgo de provocar un conflicto entre poderes, que amenaza la composición del mismo tribunal, como fue evidente con los intentos de Franklyn Delano Roosevelt de recomponer la justicia suprema como reacción a las repetidas decisiones judiciales de inconstitucionalidad que afectaban los programas sociales del «New Deal» de su administración.

Precisamente, el control concentrado de constitucionalidad ideado por Hans Kelsen es un intento de arbitrar una fórmula de control ajena al Poder Judicial y en manos de un órgano especial: el Tribunal Constitucional. Este sistema se implanta en nuestro país en la reforma constitucional de 1994 con la variante de que el control concentrado reside en la Suprema Corte, cabeza del Poder Judicial. De modo que el choque de trenes de la declaratoria de inconstitucionalidad se sigue produciendo entre el Poder Judicial y los poderes políticos, con el agravante de que en el control concentrado no hay cuestiones políticas exentas de control judicial.

No hay técnica jurídico constitucional que evite esta ineludible colisión que no sea el despliegue de un control judicial de constitucionalidad construido a base de decisiones judiciales fundadas, que tengan la fuerza de convencer a la comunidad no por la simple imposición de la autoridad sino por el peso de argumentos constitucionalmente adecuados. Sin este control jurisdiccional de los poderes públicos del Estado, la Constitución es una quimera para ilusos.

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