La justicia dominicana está en un momento particularmente crucial para definir o replantear su futuro institucional, un paso indispensable para el rescate de su credibilidad frente a la opinión pública y el país en su conjunto.
Mientras existan jueces venales, que se presten a emitir sentencias a favor de reconocidos delincuentes, incluso vinculados a crímenes de lesa humanidad como el narcotráfico, la recuperación de la imagen de la justicia se presenta como una tarea sumamente complicada.
Los magistrados que han incurrido en esa grave falta ética, ignorando su obligación de hacer una sana y eficiente administración de justicia, en ocasiones sobredimensionan fallas en los expedientes y se apoyan en tecnicismos legales para emitir sentencias benignas y permisivas.
El Consejo del Poder Judicial ha acentuado en los últimos tiempos su crucial labor de vigilancia sobre la actuación de los magistrados en diferentes instancias y son apreciables los casos de destituciones y suspensiones a jueces seriamente cuestionados, incluso por no poder sustentar, de forma clara y legítima, sorprendentes incrementos registrados en sus bienes patrimoniales.
Aun en medio de este panorama, que pone en juego la respetabilidad de los encargados de impartir justicia, también es indispensable observar como meta trascendente, que los jueces puedan hacer su trabajo con total integridad e independencia, pero siempre ajustados a la ley y a los debidos procesos.
Para ello, la Justicia debe contar con una incuestionable libertad de acción, exenta de presiones y suspicacias. Empero, sus magistrados deben estar conscientes de su obligación de actuar con rectitud porque sus actos son objeto del escrutinio público y no solo del superior estamento judicial al que deben rendir cuentas.
En consecuencia, los reclamos de justicia en cualquier caso en que se haya cometido un crimen o cualquier acción delictiva deben ser escuchados y atendidos, sin que esto afecte necesariamente la discrecionalidad judicial en la atención y tratamiento de los procesos.
En este sentido, hay que recordar aquel axioma que postula con el aval de la experiencia histórica en materia forense, que “justicia tardía es justicia denegada”, o sea que aunque los jueces se tomen su tiempo serenamente y sin festinación alguna, sobre todo en casos complejos, no pueden tampoco dar largas al punto de provocar dudas o descreimiento entre procesados y acusadores.
Por tanto, es necesario que siempre apegado a los debidos procesos de ley, no haya excusas ni provocadas tácticas dilatorias para evitar ir a los juicios de fondo, donde los casos entran en una crucial fase deliberativa.
Es bien conocido la aplicación de incidentes introducidos con el deliberado propósito de prolongar el conocimiento de las pruebas incriminatorias, lo que tiende a provocar interminables retrasos, en el caso de crímenes y otros actos ilícitos que ameritan esclarecimiento y sanciones en tiempo razonable.
Sin dejar de apreciar los reclamos sociales y las expresiones que se canalizan a través de los medios de comunicación, los jueces deben garantizar el debido proceso y el derecho de defensa de los imputados, pero teniendo la entereza de llegar hasta las últimas consecuencias cuando existan evidencias comprobadas y comprometedoras.
Los juicios paralelos fuera del ámbito estrictamente judicial establecido por la Constitución y las leyes adjetivas, y que se manifiestan con descalificaciones anticipadas, le hacen un flaco servicio a los pertinentes reclamos de que cese la impunidad y la corrupción, un pedido que ha concitado respaldo en amplios segmentos de la población dominicana y que, bien encaminado, puede contribuir al fortalecimiento de la institucionalidad y el estado de derecho.