La ley y el orden

La ley y el orden

DARÍO MELÉNDEZ
«La pluma es más poderosa que la espada». Un viejo adagio que nadie ha logrado desmentir. Cuando Napoleón se autodenominó emperador, una de las primeras medidas que dictó fue desterrar a Madame de Stäel, crítica mordaz del romanticismo y gran defensora de las libertades.

El emperador dictó decretos controlando los medios informativos.

Francia se debatía en el crimen y el desorden que la revolución imponía; la población, agobiada por el peso de los abusos gubernamentales y ante el asedio de las naciones vecinas, que no cesaban de hostigar el liberalismo que emergía con fuerza arrolladora, optó por aceptar –a regañadientes– al nuevo emperador que se distinguía por las riquezas que arrebataba a las naciones que invadía, a las cuales hacía pagar con creces los gastos de una guerra que esas naciones provocaban. Botín que los franceses disfrutaban a plenitud.

Más adelante, vio Francia que el remedio había sido peor que la enfermedad. En virtual quiebra financiera y Napoleón rearmándose, después de su derrota en Waterloo, dio lugar a que La Fayette, después de tomar parte en la independencia de Estados Unidos, retirado ya de la milicia, saliera de la privacidad para preguntar en París:

«¿No ha consumido ya Napoleón suficientes vidas?

Si el libertador de Estados Unidos viviera, ¿no haría la misma pregunta al señor Bush?.

Cuando los pueblos endosan sus responsabilidades civiles a dictadores, caen en la desgracia del despotismo; pretender que sea la política que imponga el orden fue el error de los franceses después de la Revolución; esa dejadez le resultó muy cara a Francia, al extremo que hubo de ser Inglaterra quien le dictara las normas a seguir; ya los ingleses habían tenido la amarga experiencia de una revolución similar, dirigida por el déspota Oliverio Cromwell, revolución que también decapitó al rey, para luego endiosarle.

Algo similar está ocurriendo en Haití con sus dictaduras y una suerte similar podemos correr los dominicanos, amigos de dictadores. Es el destino de los pusilánimes.

Todo ese sufrimiento colectivo lo ocasiona la irresponsabilidad ciudadana, que no exige y persigue el cumplimiento de las leyes, el respeto a los derechos y el cumplimiento de los deberes; en cambio, se recuesta irresponsablemente en poderosos padrinos, ante los cuales se arrodilla para que le protejan de los delincuentes y de los abusadores de poder.

Existe –todo el mundo lo sabe– un marcado interés por apabullar la opinión pública; cuando no pueden controlarle por la coacción y el chantaje, se recurre al soborno, las vías de hechos u otros medios; si los comunicadores se acobardan, al país le plantan una bota como otrora ha ocurrido, la corriente política latinoamericana se orienta hacia los Castros, Pinochet, Chávez y otros que van sonando o quieren sonar como «salvadores de la patria»; el futuro luce ominoso, la irresponsabilidad ciudadana se destaca, virtual y manifiesta, característica de la pusilánime raza mestiza que puebla la región.

Hay que tener mucho cuidado con eso, la República Dominicana está saturada de armas en manos de personas irresponsables, que sólo el imperio de la ley puede controlar y no el despotismo político, como se cree; desestabilizar la Constitución mediante una explosión revolucionaria, en circunstancias tan adversas, no duraría meses –en Colombia van décadas de conflicto armado– una revolución podría alargarse como en Guatemala; nadie debe desear la misma suerte.

Existe un medio eficaz de imponer el orden: consiste en poner en manos individuales -no en comisiones- la ley y el orden. En manos individuales responsables, con autoridad y respeto; cada sector sabe quién o quiénes son personas que saben asumir responsabilidades, poner en sus manos la ley, darles autoridad y apoyo es lo que necesitan.

Tales apoderados, investidos de autoridad escueta y definida, delegados de la justicia, han de imponer, con la moral que les caracterice, la ley y el orden; la imponen, si cada uno depende de un solo y único corregidor que supervise su sector y no forme parte de un cuartel militar, donde el ocio acumula delitos sobre delitos, y el autoritarismo se caracteriza por determinar, primero, dónde y por cuáles órdenes superiores ocurre un delito, para ver si se puede actuar o no, como si la ley dependiera de algún jefe y no de la autoridad moral que la misma norma establece.

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