La ley  y sus brazos

La ley  y sus brazos

La necesidad  de aplicar castigos ejemplares a los autores de crímenes horrendos ha dado pie a un debate sobre la posible instauración en el país de penas  más severas, como sería la prisión perpetua, considerada por algunos como preferible y suficiente para la situación dominicana.

El máximo grado de sanción que las leyes permitan aplicar a los jueces es definitivamente importante para el propósito de advertir en todo lo posible al individuo de que las agresiones a la sociedad conllevan un caro precio.

Es probable, sin embargo, que un análisis de la realidad vea como más trascendental algunas cuestiones de la vida diaria  que le han restado contundencia y valor a la acción punitiva de la justicia.

La capacidad de disuadir inconductas por vía judicial–no importa lo que digan los códigos que se apliquen- está bastante cuestionada. Según lo que dicen las leyes, tal y como están ahora, ningún robo, fraude u homicidio debe quedar sin recibir una respuesta mínimamente apropiada de prisión, multa y pago de indemnizaciones.

Pero eso no es algo que asuste demasiado a los potenciales  agraviantes  que a lo mejor creen que efectivamente los jueces podrían resultarles severos, pero sólo si previamente funciona bien el brazo que debe colocarlos en el banquillo.

A pesar de todos los esfuerzos que aplican entidades como la Policía Nacional

y la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD) para apresar, investigar y formular  cargos, sus recursos materiales, técnicos, éticos y profesionales fallan de manera notable.

Con frecuencia la capacidad de movilizarse y de utilizar recursos de fuerza  es mayor en los grupos delincuenciales que en la autoridad legalmente constituida.

-II-

La posesión ilegal de armas de fuego es, de acuerdo a apreciaciones estadísticas, de números escalofriantes, y a pesar de que en estos tiempos es de rigor utilizar valiosos recursos científicos para resolver crímenes difíciles

-disponiendo de costosos laboratorios y especialistas- aquí los progresos en esos campos son modestos.

En lo ético, basta con prestar atención a una amarga queja reciente del presidente de la DNCD, contralmirante Iván Peña Castillo: desde los propios cuarteles de esa entidad, y en particular desde su sede central, salen con frecuencia las llamadas telefónicas furtivas  que alertan a los traficantes en los barrios sobre la inminencia de los operativos que serán ejecutados.

Ningún narcotraficante podría  prestarle atención al monto de la pena que conllevaría su delito, si con unos puñados de papeletas neutraliza el efecto de los códigos.

Para amparo de quienes son acusados de infringir la ley, este país ha “avanzado” en los procedimientos orientados a castigarlos.

Se podría aducir que está muy bien eso de que solo puedan formularse cargos y condenar sobre la base de pruebas materiales y testimonios irrefutables de testigos y de acusadores.

Finalmente los códigos no se conciben tomando en cuenta únicamente  a los criminales convictos y confesos. También existen para los justos, colocados circunstancialmente bajo sospecha pero que deben quedar al margen del castigo.

Ahora bien,  en lo que se perfecciona la gestión policial y ministerial para separar con efectividad a los mansos de los cimarrones, el gran infractor saca ventajas con un nítido respeto a sus garantías constitucionales.

Por el momento –y en lo que se coge el piso con  el nuevo código- muchas víctimas de la criminalidad se encuentran en situación de inferioridad frente a sus victimarios.

Puede que los agravios sean patentes, pero resulta que algunos de los que tienen a su cargo procurar la aplicación de justicia se exceden exigiendo pruebas, pruebas, pruebas, y a veces morir a consecuencia de heridas de balas o cuchilladas no es suficiente para lograr una inculpación que antes estaba sujeta a menos formalidades.

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